Una pátina de melancolía casi palpable ahogaba la fría noche, mientras un rocío tenue mojaba las calles. En mitad de un viejo cementerio, una voz dulce cantaba una balada cuya letra pondría los cabellos de punta a cualquiera. Por suerte para la mujer, nadie pensaría en salir a la calle a una hora como esa, en un lugar así, dejado de la mano de Dios, un lugar apenas de interés para unos pocos teóricos sociales. Eso le permitía llevar a cabo con toda tranquilidad su canto y su oración. El grito que cortó la noche como una guadaña marcó el fin de su rito que sería recordado por mucho tiempo.
–Esto no tiene mucho sentido, si lo vemos desde un punto de vista lógico, oficial –fue el comentario de la forense mientras pasaba su mano por un monitor de la pequeña sala, contemplando fijamente la pálida escarcha que se había quedado en su mano–. No tiene mucha explicación ni el frío, ni esta escarcha en todo el equipo, y menos aún que este haya quedado así.
–Y ya es el tercero –dijo la oficial contemplando fijamente el cuerpo que yacía congelado en la silla con las facciones petrificadas en un doloroso asombro–. Se sale de los estándares, y por lo que veo, la magia palpita en estas muertes.
Por tercera vez en una semana, el cuerpo de investigación recibía el aviso de una nueva muerte en circunstancias extrañas, o más extrañas de lo normal en un mundo como el de la oficial Clarisa, su compañero Karornir y la forense Carlota, donde los vampiros dominaban barriadas enteras, los hombres lobo aullaban y generaban el caos cada luna llena, donde mutaciones indescriptibles surgían de antiguas ciudades en ruina, y donde una muerte por un balazo o una puñalada, solía considerarse normal. Sin embargo, los tres pertenecían a un cuerpo distinto, un organismo dentro de las fuerzas de seguridad que únicamente atendían casos como el que se venía presentando en la barriada Piedra Negra.
Una zona básicamente industrial. En las calles grises la apatía predominaba más que el propio humo, el olor a combustibles, aceites, cigarrillos y miseria. En las calles, hombres y mujeres apáticos se vendían en las esquinas, y en los bares, tascas y pequeños antros, de alguna forma los ciudadanos intentaban ahogar sus penas en alcohol, juegos de carta, dados, o simplemente viendo bailar a hombres y mujeres sin ropa en una tarima más deprimente que sus propias vidas. En conjunto, Piedra Negra invitaba a cualquier cosa, menos a la felicidad.
Los crímenes ahogaban de cualquier forma las radios de los oficiales, de presos los calabozos, de contaminantes el aire y las aguas, y de muertos la morgue. De cualquiera de estos se encargaba el cuerpo de policía regional, claramente temido. Ninguno se imaginaba ni siquiera las cuotas de violencia a las que podría llegar la ciudadanía de no existir un organismo de seguridad tan contundente como los policías oscuros. Su nombre, los hombres y mujeres que lo conformaban, y su propio escudo intimidaban lo suficiente como para mantener en un mínimo las cuotas de violencia. Allí donde aparecía un uniformado con la placa negra y el círculo plateado, las estadísticas sufrían un contundente cambio, y las personas comenzaban a dejar de morir por sobredosis de plomo, acero y estrangulamiento. no obstante, nada se comparaba a el cambio que sufrían los ciudadanos al ver aparecer la placa negra con el sol plateado.
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El canto de la espectro
FantasyEste relato nace de un reto propuesto en un grupo de Facebook llamado Lectores y escritores intrépidos. Mi relato resultó ganador de dicho reto, y aquí lo tienen. Disfrútenlo.