Nuevamente estaba sentada en aquel banquito del parque, admirando a todas las personas que cruzaban a su lado, esperando la hora en la que se reuniría con él. Estarían juntos para siempre, ¿no? Él lo había prometido.
Suspiró, observando a aquellas familias, los niños jugando con sus padres y las madres preparando la canasta del almuerzo. El campaneo del carrito de los helados llamó su atención, ella rió suavemente cuando una niña salió corriendo, dejando a su padre en el suelo.
Su vista se posó en la pelirroja sentada sobre aquel mantel tendido en el suelo con unos cuantos dulces sobre él, a la espera de la pequeña niña hambrienta, pero ya era tarde, la niña había ido por un cono de helado.
El padre se levantó del suelo, corriendo hacia su pequeña princesa, la cual ya se encontraban frente al señor de los helados, pensando cual sería el mejor sabor. Pero, luego, su atención fue nuevamente disipada cuando una niña en los columpios se había caído.
Ella sonrió tierna, guardando aquel momento en su mente, no faltaba mucho, ella lo sabía, así que disfrutaría cada momento que le fuera regalado de ésta vista.
La madre de los niños que ocupaba el columpio corrió hacia ellos, agachándose a la altura de la pequeña niña, aun la recordaba así, una pequeña niña, la más tierna de todas. El niño, por cierto, era el más pequeño, ayudó a su hermana, dándole ánimos para que no llorara.
La pequeña niña trató de sonreír, aún con sus ojos llenos de lágrimas, hacia su hermano, haciéndole saber que todo estaba bien. Ella decidió regresar con su madre, cojeando un poco ya que se había raspado la rodilla levemente, no era nada grave.
Una risa aguda llamó la atención de la mujer en la banca, la niña le había mostrado el helado a su madre y ella le había dicho algo al odio cuando su padre caminaba hacia ellas. Sonrió, recordando a aquel hombre, él era todo para ella, siempre había estado para ella, aunque no siempre las cosas salían como quería, ella aún lo amaba.
La niña dejó a sus padres solos mientras corría en dirección a los columpios en los que aún se encontraba aquel niño de cabello negro y ojos claros. Con los años no cambiaría mucho, seguiría con su cabellera negra y los ojos más hermosos que alguna vez había visto.
Sonrió instintivamente cuando la pequeña pelirroja intentó subirse al columpio, aun con el helado en la mano, el pequeño morocho la observaba desde el columpio en el que se encontraba.
—Te puedes caer — La fina voz del niño se escuchó, la recordó tal y como era años atrás. La niña un poco recelosa ignoró su comentario e ignorándolo olímpicamente a él.
Intentó subir nuevamente, pero esta vez, cayó de trasero al suelo, haciendo que el delicioso helado termine derramado cerca de sus pies. Las lágrimas empezaron a hacerse visibles en sus pequeños ojos cafés, sacando un poco el labio inferior en síntoma del próximo llanto.
Regresó la vista hacia los padres de la pequeña pelirroja, él padre estaba por ponerse de pie e ir por ella cuando la madre lo detuvo con una sonrisa en los labios, queriendo darle una oportunidad al pequeñín que estaba con su princesa, ella sonrió, eran idénticas, ambas pelirrojas, ojos cafés, tez tan blanca como la nieve y una sonrisa que podía animar a la persona más deprimida.
—Las princesas no lloran — La voz del niño llamó nuevamente su atención, se encontraba arrodillado junto a ella, limpiando el polvo que se encontraban en las manos y en las rodillas de la niña.
Sonrió reconociendo aquella frase, la mejor que había escuchado en toda su vida.
—Yo no soy una princesa —respondió la pequeña pelirroja, luchando contra las lágrimas, él sonrió limpiando las pequeñas gotas que se encontraban en sus mejillas.