De buena gana discutiría aquí alguna de las afirmaciones de mi prologuista, Víctor Goti, pero como estoy
en el secreto de su existencia ––la de Goti––, prefiero dejarle la entera responsabilidad de lo que en ese su
prólogo dice. Además, como fui yo quien le rogué que me lo escribiese, comprometiéndome de antemano –
–o sea a priori–– a aceptarlo tal y como me lo diera, no es cosa ni de que lo rechace, ni siquiera de que me
ponga a corregirlo y rectificarlo ahora a trasmano ––o sea a posteriori––. Pero otra cosa es que deje pasar
ciertas apreciaciones suyas sin alguna mía. ¡No sé hasta qué punto sea lícito hacer uso de confidencias
vertidas en el seno de la más íntima amistad y llevar al público opiniones o apreciaciones que no las
destinaba a él quien las profiriera. Y Goti ha cometido en su prólogo la indiscreción de publicar juicios
míos que nunca tuve intención de que se hiciesen públicos. O por lo menos nunca quise que se publicaran
con la crudeza con que en privado los exponía.
Y respecto a su afirmación de que el desgraciado... Aunque, desgraciado, ¿por qué? Bien; supongamos
que lo hubiese sido. Su afirmación, digo, de que el desgraciado, o lo que fuese, Augusto Pérez se suicidó y
no murió como yo cuento su muerte, es decir, por mi libérrimo albedrío y decisión, es cosa que me hace sonreír. Opiniones hay, en efecto, que no merecen sino una sonrisa. Y debe andarse mi amigo y prologuista
Goti con mucho tiento en discutir así mis decis.iones, porque si me fastidia mucho acabaré por hacer con él
lo que con su amigo Pérez hice, y es que le dejaré morir o le mataré a guisa de médico. Los cuales ya saben
mis lectores que se mueven en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por
miedo de que se les muera. Y así yo soy capaz de matar a Goti si veo que se me va a morir, o de dejarle
morir si temo haber de matarle.
Y no quiero prolongar más este post––prólogo, que es lo bastante para darle la alternativa a mi amigo
Víctor Goti, a quien agradezco su trabajo.
M.DE U.