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Aquel abril, empaqué una a una las promesas, las doblé con el mayor de los cuidados para que ninguna sufriera deterioro, guardé los planes y la arena del desierto. Quería consumar los instantes, materializar las ganas, hasta que la lista quedara vacía. Porque comprendí que con la ausencia los deseos no mueren.

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Paulita, ha llamado a mi puerta con un par de chocolates de bienvenida en su mano, los compartimos mientras contaba sin parar las novedades de quienes habitan este viejo edificio. La gata de doña Rita ha vuelto a parir, treinta calcula Paulita, seguro son menos de diez, pero no hay que contradecir los cálculos de una niña de ocho años que sueña con ser astronauta. Francisco, ahora es padre, pero vive con una tipa que no es la madre del bebé, la cual, nadie conoce, le escuchó decir a mamá. Ella relata sin parar la vida de otros y concluye con la suya, con sus amores de infancia esos que son refrescantes y poco lastimeros. Yo también le comparto mis vivencias, se las tiño de color para que ella sea feliz y desee ser la mejor versión de sí misma cuando sea adulta, sus ojos brillan cuando le describo los paisajes, y ríe al imaginarse los ojos del que llamo, mi amor, y ya no está. Ella no espabila cuando salta de la silla y pregunta por qué se ha ido, si su abuela dice que el amor verdadero permanece, intento hacerle entender que nada es eterno, pero que he sido feliz y eso es lo que importa, entonces dice que lo suyo con Marquitos sí será eterno y que aun así es muy feliz, lo eterno también está lleno de felicidad, me dice mientras me observa...

Se marcha prometiendo volver, y yo me quedo pensando en la mirada de mi amor, un amor de verano que duró un poco más que eso, sus ojos, eran un par de lunas a medio terminar, cuando estábamos juntos, no me miraban, reposaban sobre mí, como si el planeta fuese yo. No tuve otra opción que intentar besarle el alma, el cuerpo, los pensamientos, con la esperanza de que supiera que ni él ni yo necesitábamos ser salvados y mucho menos habíamos coincidido para hacernos felices; estábamos frente a frente, caminando a veces, bailando sin música otras, únicamente para aniquilarnos, para hacernos mierda en este intento fallido de permanecer, de llenarnos mutuamente sin que el tiempo importase. Porque sabíamos que ese dar sin restricciones iba a terminar un día y entonces sus miedos me devorarían y a él los míos.

Le conocí frente al mar, como un gran amor de literatura, le miré sonriendo, alegrándome de verlo con una profundidad infinita, vi venir su paso ligero, su delgado cuerpo que flotaba como si no perteneciese a este mundo. Desde ese instante, amo su sonrisa, esa que me regala cuando es feliz, cuando las drogas han invadido su mente o cuando hemos estado juntos por tanto tiempo que sonríe como si lo nuestro fuese suficiente para materializar la felicidad en nuestros corazones.

Desde que coincidimos, cada mañana se acercaba dándome un beso lento en la mejilla, obedeciendo a una rutina que jamás llegó a cansarme, preguntaba por mi estado de ánimo y la respuesta siempre fue la misma, aunque sé que esperaba los detalles de las horas, quizá algún día pude alterar aquel sagrado saludo y contarle cómo tuve que sortear los caminos, derrotar dragones, andar por senderos pedregosos, rescatar príncipes en apuros y luego aterrizar ahí, justo donde hay más de lo mismo. Sin embargo, eso nunca cambio, porque me distraía en sus labios, ampliamente suaves...

El sonido de un carro al frenar abruptamente me sacó de mi ensueño, miré hacia la ventana por mero instinto y sentí como la nostalgia me recorrió el cuerpo. Acababa de llegar de un largo viaje, de esos que haces para escapar y acabé huyendo, necesitaba algo que me relajara un poco, así que fui hasta la despensa y busqué al fondo de la lacena, una delicada cajita metálica, ahí escondía marihuana y papelitos de LSD, lejos del alcance de mi madre que de vez en mes me hacía una visita, tomé un papel, lo puse sobre mi lengua y me tiré en el sofá, de pronto, ahí estaban, mis vecinas, con su serenata nocturna, Ofelia y Cristina, madre e hija, van a la iglesia cada domingo, ayunan los martes y hacen vigilia los jueves. Siempre pensé que mudarme en un edificio me daría ventajas de seguridad y convivencia, pero lo cierto, es que convivir no resulta tan simple, muchísimo menos cuando la pared de tu cocina, que está al lado de tu sala y a escasos veinte pasos de tu habitación, da hacía la residencia de un par de mujeres mojigatas que practican incesto creyendo que nadie las escucha masturbarse sin parar las noches en las que descansan de sus cultos religiosos, los cuales, sólo les han enseñado a gritar "¡Dios!" cuando están a punto de venirse. Los minutos pasan y el concierto de gemidos parece no tener un fin. La droga comienza a hacer efecto, siento la sangre correr en la punta de los dedos y extenderse en un hormigueo agradable por el resto del cuerpo, cierro los ojos y comienzo a tocar mi piel con la yema de los dedos, las sensaciones se agudizan, así que pienso en felicidad, gente riendo, canciones folclóricas, se me antoja caminar, me levanto sin importar cómo puede ser mi apariencia. Salgo casi corriendo de mi apartamento y bajo los seis pisos lo más rápido que me es posible, entonces, me tropiezo con la calle, sí, no llego a ella, no salgo hasta la acera, me tropiezo como si esperara encontrar otra cosa al cruzar la puerta de salida, la brisa me golpea, poca gente anda por ahí, es casi media noche, han pasado las horas sin darme cuenta, comienzo a caminar y en ese andar sin saber a dónde voy, deambulo durante horas por una ciudad oscura, sin percatarme en la inseguridad o en el cielo gris, con un zapato lacerándome la piel sin sentir el dolor, me tropiezo con gran aviso que me hace detener, es una imagen de una familia feliz bajo la nieve, y yo quise sentirla, así que me planto frente a él, e imagino como el frío me hiela mientras los copos de nieve caen sobre mi piel desnuda, estoy así, quién sabe cuánto tiempo, hasta que un hombre sucio pasa maldiciendo, le ofrezco algo de dinero y me rechaza con un "No estoy en horario laboral" , siento deseos de disculparme, pero sigo, pensando en que no puedo permitirme estar quieta porque me invadiría un deseo inexplicable de causarme dolor.

Para este momento, la droga está en la cúspide de su efecto, puedo sentir la sangre hecha fuego, se me ha dilatado la vida y cada minucia es un pretexto para sentir el mayor de los éxtasis, cada segundo se convierte en un frenesí iracundo que recorre los espacios de una ciudad repleta de cuestiones que están llenas de otras más. Se me antoja correr y no parar, sumergirme en el agua durante un tiempo ilimitado a ver qué tal eso de estarse muriendo. La muerte por su recorrido en el tiempo me recibe con las extremidades abiertas, sus fauces cubren mi cuerpo de pie a cabeza, dejo esa burbuja que llamaba hasta ahí, "universo". Ahora estoy en otro mundo, desde mi visor ultratonic, (elemento externo de necesario uso para la supervivencia), un mundo que parece áspero, con dolores que parecen ser el principio de la respuesta a todos los interrogantes y el origen de más preguntas. Sin embargo, no resulta tan atractiva, es más de lo mismo con cierta intensidad, el agua me cubre la vida, pero es una cuestión mental, lo real, está dos pasos a mi izquierda, cual monstruo de uñas largas que me invita a afrontar la dialéctica de mi vida, una que está viviéndose sola hace meses sin yo sentirlo, una que hace el amor como si a cada segundo explotaran orgasmos de la piel, floreciendo en cada célula, ocultándose en los lugares más recónditos de quien amo y obligándome a buscarlos.

BITÁCORA DE UN HALLAZGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora