¿Cómo podía el tiempo correr tan lentamente?
Las agujas del reloj de pared, aquel que observaba desde mi sillón durante horas, se movían tan despacio que parecían quietas. Las páginas correspondientes a cada mes colgaban del calendario durante años, o así lo sentía, pues los meses antes no hacían que envejeciera tan rápidamente. Cuando me miraba al espejo, no veía más que miedo.
Me casé joven. Dieciocho años recién cumplidos. En plena juventud, en la flor de la vida, siendo una rosa recién abierta. Hugo se llamaba mi desposado. 'Y se llama', me repetía a mí misma cada vez que pensaba en él. ¡Cuánto tiempo había pasado! Veinte años, de los cuales pasaron, los primeros, veloces y raudos, como arrancados de nuestras vidas, llenos de felicidad y esperanza para el futuro. ¿Qué les pasó a los últimos? Pesados, ociosos, pasando los días esperando el siguiente, y me apagaba. Pues vivía esperando.
Hugo se había convertido en uno de los más altos cargos de su bando. Casi era él quien movía los hilos. Su determinación, sus ansias de lucha y su valentía le auparon donde estaba. Las virtudes que me enamoraron y conquistaron. Las virtudes que, dadas las circunstancias, ahora deseaba que nunca hubiera poseído o, al menos, no sacado a la luz. Ahora lo único que deseaba era tener al resto de Hugo. Me lo habían arrebatado. Cierto era que se fue por su propia voluntad. Más que eso, por su propia iniciativa. El 17 de julio del 36 no sentía hacia Hugo otra cosa que éxtasis y admiración ante su fortaleza. Era un rebelde luchando por cambiar lo que iba mal, por construir un país mejor. Claro está, ese día no intuía nada de lo que después vendría, pues mi conocimiento del mundo no iba más allá de las tareas domésticas, y doy gracias a Dios que pude aprender a leer.
Cada mañana, antes de abrir los ojos, recordaba muy a mi pesar las palabras que me obligaron a dejarle ir. Aunque lo hubiese hecho sin mi aprobación.
—Recuerda que cuando esto acabe, tendremos un futuro mejor. Una España mejor. Sin lucha no hay victoria.
Me besó la mano, intentando ignorar mis lágrimas y ser fuerte, la primera noche que partió. Pero mis lágrimas no eran ignoradas sólo por él. El cielo tampoco escuchó mis peticiones, haciendo que tres meses después me viera obligada a dejar Madrid y a tener que refugiarme en un pequeño pueblo de Castilla y León con mi familia. Mucha gente quería ver muerto a mi marido, y por tanto, no era seguro permanecer en mi propia casa. Mis tías me acogieron en una pequeña granja en medio de la meseta castellana. Sus maridos también habían sido, como decía Hugo cuando aquí estaba, unos valientes por la labor que hacían por la patria. Y así pensaba cuando todo comenzó yo también. Admiraba a Hugo. Admiraba su sacrificio, su fuerza y su coraje. Pero esa luz de admiración, que alumbraba mis noches y me ayudaba a dormir, se iba apagando poco a poco. Y mis noches iban siendo más oscuras.
Hugo viajaba por España, dirigiendo asuntos de guerra de los que yo no sabía ni quería saber. Vivía en la más absoluta ignorancia, sin saber lo que mucho después supe, lo sangrienta e inútil que la guerra había sido. Sólo de vez en cuando pasaba Hugo por la granja, dos o tres veces al mes a lo sumo. Esos días iluminaban el mes. Saber que estaba vivo, que sus proyectos seguían adelante, y que se acordaba de mí. No me hacían feliz, ya que en esa época tan negra y tan sombría nada podía hacerme feliz, pero iluminaban mis días con una pizca de esperanza.
—Ya está más cerca, mi estrella. Ya está más cerca el final, y la victoria.
Después de estas palabras, siempre se sentaba en el porche de detrás de la casita donde dormíamos mis tías y yo. Me sentaba a mí en sus rodillas, como si de mi padre se tratase, y me rodeaba con sus robustos brazos y me deleitaba con sus historias guerrilleras. Los primeros meses eran emocionantes. Los últimos, aterradoras.
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Miedo
Короткий рассказLa visión de la guerra de la mujer de un general en la guerra civil. Sentimientos, soledad, espera e incertidumbre.