Miraba mis manos y me recordaban a ti.
Aquellas tardes coronadas con un amanecer que llegaba demasiado pronto al unísono de nuestra voracidad. Mis manos recorriéndote, descubriendo cada rincón de tu cuerpo, explorando cada poro, cada pequeño estremecer de tu piel provocado por el roce de la mía.
Miraba mis piernas y me recordaban a ti.
Qué frenesí al rodear tu cintura mientras recorríamos ríos de placer. Mis piernas se aferraban cual cadenas, forcejeando para no derramarse con el chorreante sentir de nuestra pasión sin final.
Miraba mis ojos y me recordaban a ti.
Una y otra vez observándote. Cada gesto, cada signo de deleite que tus ojos y tu boca me regalaban, retroalimentándome y obligándome a no parar, a seguir viéndote recorrer el camino del gozo con avidez. Me hacías esclava consentida de ti, de tu sentir, de tu placer.
Fue tan fácil volver a seducirte... Una cena exquisita regada con tu vino favorito. Fácil. Tus suaves labios rozando el cristal y... de nuevo caíste a mis pies, sin aliento... sin vida.
Me miro en el espejo, miro mis manos y mis piernas ensangrentadas, miro mis ojos. Me miro y te miro, despojos de lo que una vez fuiste, masa ensangrentada y putrefacta de nada. ¿Creías que podrías desaparecer así, conseguir con ella lo que solamente yo podía regalarte?
Pobre niño tonto.
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Pasión Voraz
HorrorEl amor, sin medida, dispara los sentidos más primitivos del ser humano.