Capítulo 5. Parte 2

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Desde entonces, solía hacer más de treinta kilómetros cada mañana y cada noche para ir y volver de la Escuela. No me importaba porque adoraba mi vespa amarilla pero ese día lo único que deseaba era teletransportarme. Estaba agotada, física y emocionalmente.

Tardé casi cuarenta minutos en llegar a casa. Ahora vivía en el típico barrio residencial cuajado de casitas blancas con porches, entradas tapizadas de césped y monovolúmenes aparcados frente a la variedad más impresionante de buzones que uno se pueda imaginar

Debían ser cerca de las once de la noche. Nunca llegaba a esa hora pero las palabras de Harry habían calado dentro de mí, en mis miedos, en mi obsesión por alcanzar la perfección... y no había tenido el valor para salir de la sala de ensayo. No podía perder esa oportunidad, ni tampoco a él.

Le llamé cuando llegué frente a la puerta, mientras sacaba las llaves. Necesitaba hablar con él pero enseguida saltó el buzón de voz. No podía enfadarse conmigo, ¿no? Le dedicaba todas mis horas a ensayar, sabía mejor que nadie lo implicada que estaba en ello.

—Ya estoy en casa—anuncié, desganada.

—¿Olivia?—soltó mi madre, apareciendo por la esquina. Llevaba las gafas puestas y el pelo rizado muy desordenado. Seguramente estaba "empollando" un nuevo Máster. Había perdido ya la cuenta de cuántos cursos había hecho en sus horas libres. Para ella nunca es suficiente. La culpo totalmente de mi obsesión por el perfeccionismo, pero reconozco que me ha venido bien, muy bien. — ¿Dónde narices estabas?

Su tono de voz encendió todas mis alarmas.

—Ensayando—le recordé—Me he entretenido, lo siento.

— ¿Te haces una idea de lo preocupados que estábamos? ¿Para qué quieres el móvil si no vas a contestar?

—Estaba ocupada y ya he pedido perdón—No quería discutir. Estaba demasiado agotada. Lo último que quería era un enfrentamiento abierto.

—Una llamada. Solo pedimos eso—siguió ella.

—Vale, mamá. Lo siento—repetí—, ¿de acuerdo? No volverá a ocurrir. –Avancé hacia las escaleras. — Estoy cansada. Me voy a dormir.

—¿Acaso no vas a cenar?

Paré en seco y resoplé. Mi madre y su obsesión porque no cayera en la anorexia... Barajé mis posibilidades en una fracción de segundo. Si me iba a la cama sin cenar, mi madre me seguiría hasta la habitación gritando y sacando de nuevo ese tema... No. No estaba de humor para eso....

Solté mis cosas, bajé los dos escalones que había subido y entré en la cocina para ponerme un vaso de leche con un bol de fruta ya cortada.

Ella entró detrás de mi, aún enfurruñada, pero, para mi sorpresa, mi padre apareció a continuación. Aún llevaba el traje del trabajo, aunque había cambiado los zapatos por las mullidas y desgastadas zapatillas marrones de andar por casa. Supe de inmediato que algo no iba bien. Mi padre y yo teníamos una especie de ritual. Cuando yo llegaba a casa, le daba un beso en la coronilla casi calva que sobresalía por encima del sofá e intercambiábamos un pequeño ª¿Todo bien? Si, ¿y tú? Todo bienª. Esa era nuestra forma de decirnos que si queríamos hablar, solo teníamos que romperlo. Había funcionado durante años, cuando vivía en casa, pero no tanto desde que había regresado. Últimamente todo se había vuelto diferente. Ni yo, ni mi relación con mis padres eran ya como solían ser. Supongo que, en parte, no tenían ni idea de cómo manejar esa situación. Siempre han pensado que soy frágil y me miraban como si de un momento a otro me fuera a romper en mil pedazos. No puedo culparles, yo también esperaba ese momento...

El caso es que intuía que se avecinaba una charla muy a mi pesar. El día había sido una mierda y lo último que quería era hablar.

Me senté despacio en la mesa y empecé a comer, sin ganas y sin quitarles los ojos de encima. Les conocía. Aquello no iba a ser bueno.

—¿Qué ocurre?—pregunté.

Mi padre se sentó frente a mí, cruzó las manos sobre la mesa y miró a mi madre, que se mantuvo en pie.

—Tenemos que hablar contigo—dijo ella.

—¿Sobre qué?

—Mañana vamos a pedirte cita con la doctora Chang—anunció mi padre—. Hemos estado hablando tu madre y yo y creemos que es lo mejor.

La doctora Chang... Llevaba oyendo hablar de esa mujer los últimos tres meses.

—¿Un loquero?—Me puse en pie de un salto—¿Queréis llevarme a un loquero? ¿En serio?

—Un psicólogo no es un loquero, hija. Es alguien que te puede ayudar más que nosotros. Tu padre y yo ya no sabemos qué hacer.

—No estoy loca, mamá.

—Nadie ha dicho eso, por favor no conviertas esto en un drama. Nos preocupa que no lo quieras aceptar.

—Soy perfectamente consciente de lo que ha ocurrido ¿vale? Joder, ¿por qué no podéis entender que necesito tiempo?

—Porque has dejado de vivir—habló, por fin, mi padre.

—Eso no es cierto, ¡pero si estoy todo el día fuera de casa!

—Bailando. Clase tras clase y peleando para que te den más y más clases en verano. Tu cuerpo tiene un límite, ¿acaso quieres acabar en el hospital?

—¿Y yo soy la melodramática?—solté, indignada. –Voy a ballet porque ahora mismo, eso es lo único que me hace seguir hacia adelante. Me da estabilidad y algo a lo que aferrarme, ¿por qué no podéis entender eso?

—Tu familia está para apoyarte.

—¿Y para llevarme al loquero? ¿Cómo esperáis que confíe en vosotros si hacéis esto? ¿Por qué no me encerráis de paso y os libráis de mí?

—Eso no es justo.

—¿Eso crees?

—Te paseas como alma en pena por toda la casa y ya es suficiente, hija. También tienes que pensar en tu familia. No queremos verte así.

Negué con la cabeza. Las lágrimas inundaban mis ojos.

—Esto es increíble...

—¿A dónde vas?—preguntó mi madre cuando me giré hacia la escalera.

—¡¡A un lugar donde no tenga que escuchar cómo me juzgan!

Subí corriendo y cerré de un portazo la puerta de mi habitación. Era injusto, tremendamente injusto... 

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