La humanidad había llegado, por fin, a su apogeo. La guerra, el hambre y las enfermedades, engrosaban inmensas bibliotecas de un pasado distante, tan sabio como peligroso. Temían, aunque lo negaran, al contenido que escondían aquellos libros. Histor...
El universo, cómo suelen definir algunos eruditos en nuestro tiempo, se asemeja a una nube de polvo que flota por encima de otra masa con características similares, aunque un tanto más densa, y conectadas entre sí mediante unos tubos angostos e irregulares -Bigtubes- los cuales funcionan de manera muy parecida a las neuronas que poseemos en nuestro cerebro.
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Dentro de aquel espacio, en teoría vacío, ajeno al Universo A, Universo B y Bigtubes, también existen pequeñas galaxias, con sus respectivos sistemas solares y planetas. En uno de ellos, imposible de ubicar debido a la rotación constante de estos cúmulos gaseosos, habita una forma de vida avanzada.
Estos seres, Jxqtkh (léase ixtuaquím), los cuales carecen de forma definida y se muestran a sí mismos a imagen y semejanza de los deseos ocultos de quien o quienes los ven, suelen mantener una actitud moderada y un tanto apática. No poseen género, su reproducción es similar a la de un parásito que se auto divide en pequeñas partes y obtiene consciencia propia una vez separado del núcleo anterior.
Gracias a centenares de años de evolución y una que otra guerra perdida hace milenios, hallaron el equilibrio. Luego, en estabilidad, la sabiduría. Y, con ello, su razón para existir. Avanzando por ese complejo camino donde el entendimiento colectivo es algo inquebrantable y cualquier tipo de progreso, por mínimo que sea, representa un beneficio ante el TODO y para todos.
Con ese propósito en mente y un nivel tecnológico que les permitía viajar entre Bigtubes, decidieron tomar el papel de semilleros. Usando sus amplios conocimientos en terraformación, creación genética a partir de átomos libres y evolución biológica en entornos controlados, desarrollaron decenas de formas de vida, únicas e irrepetibles. Hasta que ocurrió lo impensable.
Érase por aquel entonces, según nuestro propio calendario, el año 80000 aC. en una de esas frías temporadas invernales que duraban el triple de las actuales. Un mundo cuasi virgen, donde pequeñas islas flotaban entre amplios continentes de hielo y escasas especies, que podían contarse con los dedos de las manos, habían forjado un curioso ecosistema.
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De entre todas esas formas de vida existía una bastante extraña, la cual denominaron Tkus. Mientras las demás especies seguían ciertas pautas propias del instinto, estas otras modificaban sus patrones de conducta e interacción a voluntad. Era imposible considerarlos seres inteligentes, estaban lejos de serlo, pero el entorno que los acogía decía algo muy distinto.
La distancia entre el coloso dorado y el pequeño planeta en cuestión era imperfecta. La rotación, inclinación y velocidad, parecían atípicas. La atmósfera no correspondía con el diámetro total y la composición absorbía de alguna manera el excedente de radiación. También poseía un satélite artificial de material fundido, sin núcleo, recubierto por una fina capa arcillosa a modo de escudo que absorbía y distribuía el impacto de los meteoritos.
Aún más extraño, eran los vestigios de lo que parecía ser una civilización anterior. Antigua incluso para ellos. Desde el lenguaje impreso en las murallas que dividían ciertas parcelas del terreno, el área donde cultivaban su alimento, hasta unas construcciones piramidales revestidas en oro, todo les era desconocido. Si bien, no podían explicar el motivo por el cual esta raza decidió abandonar tamaña creación, presentían la causa que lo originó.
Los Tkus habitaban cerca de la periferia y jamás ingresaban en aquella megalópolis fantasmal. Temían, sin dudas, a esos seres que antes convivieron con ellos. Tal vez la aversión iba más allá del simple miedo y eran los animales que tenían como ganado en sus granjas. Deseando confirmar esta teoría abdujeron dos sujetos, una hembra y un macho.
Luego de analizar sus cuerpos a detalle, quitando y montando partes como si fueran juguetes, les implantaron un pequeño rastreador en la zona de la nuca. Acto seguido, les indujeron en estado de sueño y los depositaron en lugares opuestos para medir sus reacciones. Al primero lo ingresaron dentro de la cámara central de la Gran Pirámide, recostándolo encima de uno de los sarcófagos. A la hembra, en cambio, la ubicaron en medio de una de las zonas de cultivo.
Cuando culminaron con los preparativos, les enviaron un pequeño electroshock a través del dispositivo injertado y les obligaron a despertar. Sus reacciones fueron las que esperaban con impaciencia, confirmando lo peor. Quien estaba en la granja intentó correr, enceguecida por el terror, mientras gritaba y se llevaba todo a su paso. En la desesperación de huir, trastabilló y cayó por una saliente, dejándole una fractura expuesta a la altura del fémur. Se arrastró cuanto pudo y murió desangrada al poco tiempo.
El de género masculino, por otra parte, ofreció datos más que reveladores. Tomó lo que parecía una rama o bastón poco estilizado con la mano diestra y comenzó a golpear el aire de forma errática. Aunque lo lógico hubiera sido escapar, decidió quedarse allí y esperar. Cuando se cansó, o mejor dicho comprobó a su manera que no había nadie más, avanzó con cautela por el único sendero disponible. Ingresó en la cámara real, se arrodilló frente al altar y dirigió su mirada hacia la piedra donde realizaban los sacrificios.
Vociferó algo inteligible con ambos brazos apuntando al techo de cristal y se atravesó el corazón utilizando aquel elemento que había robado de la habitación anterior, desfalleciendo al instante. Pese a que debería de haber sentido un dolor inimaginable, el cadáver esbozaba algo similar a una sonrisa satisfactoria. Un acto heróico y desinteresado que aquellos seres no comprendieron, pero que humanamente hubiera valido una medalla.
Inconformes con los resultados, para nada concluyentes, decidieron realizar otro experimento. Aún más macabro que el anterior.