La Pregunta

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Un encuentro casual

Había llegado la hora de pagar. El dilema sobre el que tanto había cavilado iba a dilucidarse en ese instante mortal; tan mortal como lo había anticipado en sus pensamientos. Claro que, tal vez, no era más que el precio justo que debía pagar por el error que había cometido tres años antes: haberse casado.

Christian, su antiguo cuñado, había sido más inteligente, escapando antes de que la Espada de Damocles le perforara el cráneo. Pero él..., él no había tenido el valor suficiente; no había tenido las pelotas. Él había dejado que corra mucha agua bajo el puente, y cuando quiso acordarse era demasiado tarde. Ya estaba atrapado. Es cierto que había estado muy enamorado -y todavía amaba fervorosamente a Anabella-, pero con el tiempo el velo que cubría sus ojos se había ido corriendo y, al mismo tiempo, todos los argumentos con los que se engañaba y que le permitían alimentar la farsa iban perdiendo validez. Ahora podía ver con más claridad, aunque la verdad nunca había estado lejos de su alcance. Claro que uno ve sólo lo que quiere ver...

Poco a poco su duda se había convertido en hipótesis, y si bien en su fuero interno sabía cómo terminaría todo, necesitaba imperiosamente una confirmación. Después, cualquiera fuera el resultado, ya nada tendría sentido.

A Javier lo había encontrado por casualidad, caminando por la calle Florida, en un mediodía sofocante de principios de febrero. El sol brillaba en un cielo profundamente azul, con algunas nubes inmóviles y transparentes aquí y allá. Como una irrefutable señal del destino, casi chocan sus narices mientras andaban en direcciones opuestas esquivando presurosos el gentío. Un verdadero encuentro casual. Justo hacía trece años que no lo veía. Estaba tan flaco como siempre, y las canas habían cubierto buena parte de una cabellera desprolija y amorfa que crecía al libre albedrío. Su rostro, igual de macilento que en el pasado. Era justo lo que necesitaba: un tipo sin sentimientos, inescrupuloso; una mierda de persona. Iba tan mal vestido que tuvo la certeza de que las cosas no le habían ido del todo bien, y esto servía a la perfección a sus intereses. Seguramente tenía un precio. Siempre lo había tenido, y más ahora que la vida lo había cagado a sopapos. Era cuestión de pagar. Lo invitó a tomar un café para sondear el terreno. En realidad, le importaba un bledo lo que había sido de su vida, pero tuvo que simular escuchar el relato de los últimos años de su penosa existencia. Y aun si hubiera querido concentrarse en sus palabras no lo habría logrado: su interlocutor tenía una remera blanca tan gastada que podía ver cómo sus pezones se traslucían a través de las fibras al borde de la desintegración. Tal demostración de impudicia le produjo una sensación física intensamente desagradable, lindante con la repugnancia. Quiso poner su atención en sus ojos claros, pero rápido su nariz ganchuda y torcida hacia la derecha se robó el protagonismo. Volvió a los ojos; se obligó a hacerlo. Eran fríos, gélidos, no transmitían nada. Y eso que los ojos siempre dicen algo. Sin embargo, éstos no. Eran la ventana de un cuerpo sin alma; la cáscara de un huevo vacío. Parecía que estaba hablando con un electrodoméstico.

Se dio cuenta de que no conseguía seguir el hilo de la conversación -más bien soliloquio, hasta ese entonces-. Observaba cómo se movían los labios de su interlocutor pero la sonoridad de sus palabras había desaparecido. Anabella se habría dado cuenta al instante: ella sí que conocía sus artimañas, sabía que era disperso, y que casi nunca escuchaba lo que le decían. Asentía, simulaba comprender, e incluso tenía algunas respuestas genéricas que lo dejaban invariablemente bien parado, pero en realidad se dedicaba a divagar por los insondables caminos de su cerebro laberíntico. Y ella lo fastidiaba haciéndole preguntas que lo dejaban en evidencia: «¿Qué te acabo de decir, Iván? ¿De quién estoy hablando, Iván? Ves que no me prestás atención, Iván... ». Lo tenía calado. Eran muchos años ya. Nueve, entre noviazgo y matrimonio...

Claro que habían sido felices en todo este tiempo. Antes de enfermar, su amor había sido un sentimiento saludable y sincero, y prueba de ello eran las alegrías y las penas que podían producir en uno y en otro lo bueno y lo malo que la vida les iba deparando. Él era tan apuesto como ingenioso, y estaba dotado de un sensual magnetismo y de un particular sentido del humor que lo convertían en el centro de atención de cualquier evento social. Desde un primer momento, ella había sucumbido ante el misterio de sus ojos, ante el blanco de su sonrisa siempre dispuesta, pero sobre todo ante su actitud ambigua, tan próxima como inalcanzable. Ella no había podido resistir la excitante combinación de sus cualidades innatas, y casi por instinto supo que ése debía ser su hombre; que no encontraría otro igual. Una vez que lo tuvo -nada era más fácil para ella que enamorar a un hombre-, confirmó lo que casi era un hecho: se había quedado con un "muy buen partido". Ya desde el noviazgo, su vida se convirtió en un verdadero cuento de hadas, alejada de toda miseria moral y material, con tantas apetencias como satisfacciones. En un primer momento, él no se había sentido menos dichoso. Encontró en ella todo lo que podía buscarse en una mujer: inteligencia, belleza, y sentido del humor. Se enamoró profundamente, idealizó como sabía que no debía hacerse, y sus sentidos adormilados le impidieron ver, tal vez, lo único de debiera haber visto. Encandilado, él la supo comprender, posiblemente como nadie la hubiera comprendido; porque ella era caprichosa, egocéntrica, y un poco egoísta. Pero también adorable. Sobre todo adorable. Y él la adoraba con devoción. Se derretía con sólo verla, y entonces le consagraba su alma todos los días. Hubiese dado la vida por ella. No lo hubiera dudado.

Hay que matar a Bárbara y otros cuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora