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Canción: Mi último fracaso -Pedro Infante.

1999, Pueblo de santo rosario, México.

Ayer vi a Dante en el supermercado. Era de madrugada, las cajeras jóvenes y florecientes aún llevaban restos del maquillaje nocturno en los parpados. Yo usaba pijama, y bogaba mansa cual balsa entre las verduras cuando lo vi. Fue tan devastador como atemorizante encontrarle plantado en el pasillo de carnes frías, tiritando y pidiéndole a la mujer del mostrador un kilo de carne de res con un ápice de voz somnolienta y quebrada. Ah, su voz. Su voz que había resonado tantos años en mi cabeza, y que se sentía como un acopio de clavos encajándose en mi ombligo, yacía ahora flotando en el aire estéril del mercado, con el frío y el olor a pescado. Escucharla aquel incipiente domingo me provocó tal perturbación que no pude reaccionar en unos largos minutos de angustia, ni si quiera cuando cualquier rastro de su presencia se hubo exterminado de mi visión, ni si quiera así pude dejar de sentir a Dante como un tumor maligno y palpitante que nace cual silenciosa amenaza.

Usaba sandalias de mercado y le había crecido un vello espeso en los brazos, tenía una panza voluminosa, cual triste borracho, que en otros tiempos había parecido inexistente, aunque sus piernas y brazos seguían tan escuálidos como los recordaba, y el cabello se lo había cortado casi al ras de la cabeza como sólo haría alguien perdido en la monotonía de un lunes. Todavía llevaba un parche sobre su ojo izquierdo, mismo que seguía aportándole un aspecto enigmático y peligroso. Su presencia tan próxima me hizo sentir una amalgama de escalofríos escalar por mi columna, que no se mitigó sino hasta pasados los días.

No necesité estar muy cerca para saber que tenía la piel de gallina por el frío, o que la barba le realzaba una tosquedad que sólo se obtiene cuando los años te han caído encima, o que su esencia ahora era más melancólica que solitaria, o que su frente se había colmado de preocupaciones. Y mientras mi atención se concentraba en sus manos níveas frotándose los brazos, él advirtió mi presencia intempestivamente y al percatarme yo de que sus ojos se habían adherido a mi persona, me quedé petrificada mientras fingía interés por la tabla calórica al reverso de una sopa china.

Cuando me cansé de releer las grasas hasta memorizar cantidades, aparté mi vista de la sopa y Dante seguía ahí, mirándome la panza, mirándome el rostro, mirándome las entrañas coloradas. Mi mirada chocó con la suya, que era lacónica y arrastrada, sentí que una bruma de recuerdos me nublaba la mente instantáneamente, ningún recuerdo era del todo claro, pero sí había un color que atropellaba reiteradas veces cada imagen en mi cabeza. El rojo.

Sentí náuseas y luego una tristeza inconmensurable que me bloqueó por completo el sentido.

Dante ya tenía la carne de res entre las manos, y sin embargo seguía ahí, manoseándome con una mirada tórrida que detonaba exuberante desasosiego. El verde de su mirar era hiedra venenosa enroscándose en mis venas, no pude soportarlo más de cinco segundos antes de apretar mis manos en la agarradera del carrito con todas mis fuerzas y alejarme con nerviosa torpeza. Aplasté el pie de un hombre con la llanta delantera, hubo quejas y reclamos haciendo eco en los pasillos. "Lo siento" decía yo "Señor, no fue mi intención, yo..." balbuceaba ida, desesperada y torciendo la cabeza en todas las direcciones posibles.

Llegué a la caja con muy pocas cosas en el carrito, me había faltado la mitad de la lista y mi bolsa de azúcar tenía un agujero. La llevé así. Desde algún lugar las bocinas suspiraban apenas Mi último fracaso de Pedro Infante, e instintivamente me saltaron a la mente los recuerdos más genuinos de mi padre, después vino mi madre como un golpe en el pecho y al final un breve retrato del verano de 1985. Frania, Bernie, Dante, Marlon, Carmen, la playa y yo. Cada uno cayendo como una gota fría en mis costillas. Sentí unas inefables ganas de llorar ahí mismo, pero me contuve hasta que terminé de pagar.

Dante estaba pagando en la caja aledaña, hubo otro choque de miradas y mis pupilas no pudieron soportarlo esta vez, se rompieron como un par de burbujas de jabón. De pronto Dante era de agua, y todo se desvanecía acuosamente mientras trotaba con el par de bolsas a la salida. Después de encerrarme en mi auto solté un llanto feroz y desbaratado, me abracé a mi estómago hinchado en busca de consuelo y me marché pasados los siete minutos. Nunca se lo conté a mi esposo, y él sigue pensando que ese día yo lloraba por el final de una película.

Crónicas orgánicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora