El último día del mundo

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Ya era un hecho...

El asteroide se estrellaría con la Tierra en cuestión de horas... Ya los estragos de la gravedad del cuerpo celeste hacían sus efectos en todas partes: los mares estaban fuera de control, las mareas inundaban las ciudades costeras y eran cubiertas por el mar embravecido por el caos gravitacional causado por el cuerpo celeste.

Terremotos sacudían la faz del mundo, convirtiendo ciudades de cristal y acero en pilas de escombros y destrucción. El pánico se extendía en la población que no pudo ser evacuada a tiempo... Los científicos fallaron en calcular la velocidad de aproximación del intruso y llegó dos meses antes... Sus disculpas eran motivo de burla e ira por los que no pudieron abordar las naves de escape por la dificultad para que pudieran despegar o salir de la gravedad terrestre. Las escenas de histeria, desesperación, incluso de locura, eran ya cosa extendida por todas partes. Los suicidios eran muy frecuentes, para evitar ver como el asteroide hacía pedazos la Tierra y escapar de una muerte inimaginable al momento del impacto. Otros no veían la diferencia de cómo iban a morir, después de todo, todos irían al mismo destino, sin importar qué tan anticipado o que tan terrible pudiera ser el final con la colisión.

Todos... Menos uno.

Carlos Ruiz siempre había sido alguien despreocupado de la vida. Y no porque tuviera la vida resuelta, todo lo contrario. Era un pordiosero de una gran ciudad. Nunca había tenido nada, más allá de la ropa que trajera puesta o el bocado que se hubiera acabado de comer. En realidad no tenía nada que perder sí era o no el fin del mundo. No era religioso... Dios no lo tenía en sus planes (al menos esa era la opinión del propio Carlos).

¿Amigos? Muy pocos, todos de cuatro patas y que le ladraban cuando lo veían acercarse y lo alcanzaban por la calle, a cambio de un mendrugo o una caricia sincera, sin importar sí estuviesen sucios, enfermos o casi muertos. Eran los únicos seres a los que Carlos les daba el calificativo de "amigos". Lo triste era que ya había visto a muchos de sus amigos morir en las ruedas de algún vehículo. O recogidos por el control de plagas para "evitar que se extendieran enfermedades o atacaran a a la gente", ¡patrañas! Esos perros eran tan nobles como los de raza, e incluso más leales, ya que las calles los habían curtido lo suficiente para saber diferenciar al amigo verdadero del que sólo tendía una trampa para llevarlo al horno para destruirlo.

Los días de Carlos empezaban en algún parque de la ciudad, o en el albergue que le llegaba a dar posada. Ya era asiduo "cliente" de varios de iglesias y de beneficencia, que lo reconocían de inmediato y le daban asilo. Como era un mendigo tranquilo, que no tenía pleito con nadie, lo recibían y hasta lo atendían con ciertos beneficios adicionales, como una extra ración de sopa caliente o una pieza más de pan, lo que el huésped sabía agradecer. Era huraño, nunca ingrato.

Ya llegado el momento de irse de donde hubiera estado, deambulaba por las mismas calles todos los días. Eso lo hizo conocido de mucha gente de su ruta: meseros de restaurantes, secretarías de oficinas, algunos chicos de la calle, incluso de algunos policías que, en varias ocasiones, lo protegían de malvivientes que quisieran golpearlo para robarle sus escasas pertenencias o porque les estorbaba el paso. Hay que decirlo: Carlos, aunque no era útil a nadie, a nadie le estorbaba o le hacía daño.

Este mismo Carlos deambulaba ahora, como siempre, en sus rumbos, ahora sólo una pila de escombros por los terremotos a causa del asteroide. Y no es que no supiera lo que sucedía, todo lo contrario, lo tenía muy claro. En sus bolsillos tenía papeles arrugados que, al extenderlos, mostraban complejos cálculos y gráficas de astrotelemetría. Sin haber estado en los equipos de científicos que descubrieron el choque inevitable del asteroide con la Tierra, él hizo cálculos muy precisos sobre la posición del objeto espacial, su ruta estimada y la fecha de impacto, con enorme precisión.

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