Es curioso como a veces los sueños y la realidad se unen en un engranaje perfecto y de pronto todo cobra sentido, se dispersa la niebla, florecen recuerdos olvidados y empiezas a comprender…
En mi caso debo decir, que los sueños fueron un nexo de unión con un pasado inconcluso, muy lejano, del que yo no era consciente. Eran unos sueños muy vividos que habían cobrado fuerza desde que me mudé al condado de York. Sueños que me acosaban noche tras noche, hasta el punto de condicionar mi vida y pensar que algo no funcionaba bien en mi cabeza.
Desde hacia un tiempo, cuando volvía a casa después del trabajo, sin darme cuenta me desviaba de mi camino habitual e invariablemente llegaba al mismo lugar; un paraje apartado y a todas luces abandonado. Un lago concentraba toda la belleza misteriosa de aquel lugar. Bordeándolo serpenteaba un camino que se habría tras una desvencijada verja que colgaba de sus goznes, y junto la misma una desgastada losa rezaba: “Darklake Manor 1880”. Más allá, al otro lado del lago, se divisaba una esplendida mansión victoriana del siglo XIX. Aquello no me hacia ninguna gracia, es más, estaba empezando a asustarme. La mansión me recordaba a la de mis sueños, pero había algo más…sentía la imperiosa necesidad de entrar, como si alguien me estuviera invitando, sin embargo, el miedo se imponía. — Hay que tener en cuenta que yo no sabia como llegaba hasta allí, era un lapso en mi memoria y como ya he dicho creía estar sufriendo algún trastorno mental.
Hoy, después de todo lo ocurrido, entiendo el motivo por el cual aquella noche mis pasos me llevaron hasta “Darklake Manor”. Fue algo antiguo, atávico. Lo que me arrastró hasta allí en medio de la noche y en pleno mes de Enero.
Una tarde en la que leyendo me abandoné en los brazos de Morfeo, me vi inmerso en el sueño de siempre, aunque en esta ocasión vi con más claridad que nunca la vetusta e imponente mansión. Sus ventanas estaban iluminadas y resplandecía en una ostentosa decoración de fuentes y jardines. Pero flotando sobre aquel impecable decorado, me inquietó la presencia de una mujer de impresionable belleza y seductores ojos verdes. La envolvía un aura lúgubre y trágica, y con el dolor más infinito reflejado en su rostro, me suplicaba que volviera. Algo se sacudió con fuerza dentro de mí... no sabría decir de donde, ni de cuando, ni porqué aquella mujer me era tan familiar, pero su voz me llevaba como una corriente plácida, susurrándome, arrastrándome… me desperté en un estado de absoluta determinación y decidí averiguar de una vez por todas, que ocurría con aquella casa, que tipo de embrujo me mantenía atado a ella, y sobre todo, quien era aquella mujer.
Era ya noche cerrada cuando llegué; el frio era intenso y el silencio atronador. En el cielo, la luna llena brillaba en todo su esplendor derramando su luz fría y espectral sobre “Darlake Manor”. Paré el coche al borde del lago después de atravesar la primera verja —desde allí tendría una vista inmejorable—. Lo que vi, superó con creces cualquiera de mis mejores sueños; su aspecto era solemne, con sus altos aguilones de pizarra, los decorados dinteles, y la hiedra abrazada a sus muros. Me sentí irremediablemente atraído por aquella mansión, a diferencia de lo que me había ocurrido en ocasiones anteriores, y una mezcla de excitación e inquietud invadió mi espíritu. Bajé del coche y me acerqué dando un paseo hasta la solida verja de hierro forjado que daba paso al sendero de entrada. La flanqueaban dos columnas de piedra, rematadas por sendas estatuas de dragones medievales que parecían darme la bienvenida.
Me pareció ver una tenue luz tras las ventanas de la gran torre octogonal, así que me apoyé en la verja para poder atisbar mejor. De repente, cedió con un chirrido metálico que a punto estuvo de provocarme un paro cardiaco debido al sobresalto. Me extrañó que la verja estuviese abierta, pero sin darle demasiada importancia, decidí entrar para escudriñar un poco más de cerca el origen de aquella misteriosa luz.
El jardín era el paradigma del abandono y la desolación; hierbajos y matorrales se mezclaban en caótico desorden junto con los troncos resecos y retorcidos, que un día fueron —imaginé— arboles altivos de fresca sombra cobijadora en las tardes estivales. Debo admitir, que aquella visión imprimió una cierta angustia en mi corazón, no obstante seguí andando hacia la escalinata de entrada. Cuando estaba por alcanzar el porche, se abrió súbitamente la pesada puerta de roble dejando al descubierto un espacioso vestíbulo de suelo de mármol, e iluminado por cientos de velas que ardían en una profusión de candelabros de todo tipo; de plata, de bronce, de cristal, y de hierro. Su luz se reflejaba en los grandes espejos que decoraban las paredes, y era como si un ejército de luciérnagas revoloteara por la estancia. Un perfume intenso e hipnotizador invadió mis fosas nasales, y no sé si serian sus efluvios los que me aturdieron, pero curiosamente no sentí miedo ante algo que no debería estar ocurriendo. El aullido cercano de un lobo a mis espaldas y el roce en la nuca de un murciélago en vuelo huidizo, me decidieron a entrar por fin en la casa. — Por supuesto, una vez dentro, la puerta se cerró de golpe a mis espaldas.