Con los ojos abiertos

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—Parece que será un día tranquilo en la hermosa región de Alta Valencia. Seguimos en la temporada de calor más longeva que hayamos visto en la última década. Así que será mejor que no se encierren, salgan a caminar, reúnanse con sus vecinos y tomen una buena bocanada de aire fresco mientras admiran la belleza que los rodea.

Alguien parloteaba desde la pequeña televisión, colgada en la esquina derecha enfrente de la cama del pequeño cuarto de motel. Dentro de la caja parlante, había un hombre con un bronceado falso, rostro perfecto gracias a las manos agraciadas de cirujanos plásticos y una cabellera negra recubierta con gel. Los ojos azules estaban rodeados de injertos de piel, invisibles para el espectador común que miraba las noticias sólo para saber el crimen del día, o ver qué vestido ajustado usaba hoy la señorita del clima, escondidos bajo el manto anaranjado oscuro del bronceado.

Clara no entraba en esa categoría llena de gente ingenua. Ella sabía el significado de tal irregularidad en un rostro más que perfecto. Era para esconder la marca.

—Soy Leopoldo Dominici y les deseo un buen dí...

Cállate, pensó Clara y oprimió el botón en el pequeño control clavado a la mesa de noche, a la izquierda de la gran cama con sábanas de estampado floreado verdoso, para apagar el aparato y darle la bienvenida al silencio. No quería escuchar a nadie, aún menos cuando sus piernas le dolían de tanto correr y caminar sin descanso alguno. El miedo era buen combustible, pero no un recurso permanente para seguir en movimiento. Se lanzó de espaldas sobre la dura cama y fijó su mirada en el ventilador de techo. Algo reposaba sobre una de las aspas. Una criatura pequeña, de alas azuladas con toques naranjas y rojos de tal manera que parecía ser la creación de algún talentoso artista. La niña giró la cabeza hacia la izquierda y vio un gran rectángulo oscuro tirado cerca de la cama, llevaba una manija de acero y dos cierres metálicos que ya habían sido abiertos. Al lado de la maleta yacían los pantalones morados de buzo y zapatillas maltrechas, regalo de una anciana vagabunda que se apiadó de Clara al verla vistiendo solamente un estropeado vestido rayado en los callejones de la ciudad de Maximo Preus. Se preguntó qué destino le habrá deparado a esa señora amigable y de sonrisa con sólo la mitad de los dientes.

Lamentablemente, ella ya sabía la respuesta. Todos los vagabundos terminaban en un mismo lugar si eran capturados por Los Perros.

No quería pensar en eso. Deseaba olvidar de los despiadados de chalecos negros, de los "doctores" de batas blancas, de las mesas de metal con superficie helada tocando su piel desnuda. Evitaba pensar en aquellos ojos dorados.

Clara se sentó al borde de la cama y agarró la manija de la maleta, abriéndola lentamente para revelar un único compartimiento donde descansaban dos tubos plateados, jeringas, y también se veían tres asientos vacíos donde antes estaban otros tres cilindros delgados. Ella utilizó tales espacios vacíos para guardar un pequeño rollo de cables que había encontrado más temprano ese día. Tomó uno de los cilindros, además de los cables, y cerró el maletín. Admiró el interior del tubo por unos segundos, viendo el contenido de tonalidad azul celeste y lo maldijo en silencio. Todo es culpa tuya, pensó mientras dejaba la jeringa entre sus piernas, se ataba los cables alrededor del antebrazo para poder tensar una de sus venas. No lo quería admitir, pero sentía que estaba a punto de babear mientras se acercaba el dulce momento anhelado.

La aguja hipotérmica penetró la piel y su dedo gordo presionó para que todo el líquido azul pasara a formar parte de su ser. Una mezcla hecha con sueños y esperanzas, la cual dejó a Clara sin fuerzas e hizo que se desplomara de espaldas sobre las sábanas. Volvió a ver a la mariposa en el ventilador, ahora tomando vuelo en cámara lenta. Los colores de sus alas se desplegaban sobre el techo como una hermosa acuarela, con la cual empezó a pintar una obra digna de estar en una capilla. Estrellas rojas, soles naranjas y lagos azules eran formados en el techo del motel barato. Clara pensó que eso era lo que veía la mariposa en sus viajes, gracias a la libertad que tenía. Podía ir a donde quisiera con esas bellas alas. Nadie le mentiría, nada la heriría, no sería una prisionera.

No sería un monstruo.

Clara extendió las manos hacia el cielo colorido, deseando poder tocar los colores con la punta de los dedos. Deseando probar esa libertad.

La mariposa se escapó por la ventana y en un parpadeo, la pintura había desaparecido. Los colores volvían a ser aquel techo marrón con varias grietas y algún que otro chicle o agujero de bala.

Sus dedos torpemente buscaron la jeringa, que se había caído entre las sábanas, y la agarró sólo para ver que había usado todo su contenido. También se estaba dando cuenta de que ya era de noche, más de un par de horas trascurrieron en cuestión de minutos frente a sus ojos mientras ella admiraba al artista alado.

Necesito más, retumbó en su mente mientras intentaba levantarse. Me estoy quedando sin mi jugo de esperanzas, se dijo para sus adentros y se dirigió hacia el baño, sintiendo una pesadez en los músculos gemelos de sus piernas y sus párpados. El pequeño baño estaba forrado de óxido, más que nada en la bañera que todavía contenía algo de agua marrón en su interior. Eso no le importó, sólo quería lavarse la cara antes de irse a dormir. Frente al lavabo se hallaba un espejo cuadrado con algunas rajaduras. Ese espejo le dio a Clara un desgarrador mensaje: que ella jamás sería capaz de verdaderamente olvidar lo que era ahora, sin importar cuanta droga se inyecte.

El espejo mostró un rostro horrendo, con labios destrozados, una cabeza parcialmente calva donde solo se veían algunos mechones rubios y lo peor de todo: la marca negra alrededor de sus ojos verdes, parecida a una quemadura de tercer grado en sus párpados y las zonas cercanas. La carta de presentación de los adictos a la delicia azul: Paraíso.  

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⏰ Última actualización: Nov 08, 2018 ⏰

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