La llegada

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Miré mi pasaje de tren por enésima vez antes de comenzar con la despedida formal, la definitiva. Durante las últimas semanas, mamá se había despedido de mí una cantidad exagerada de veces. Había llorado a lágrima viva inclusive mientras yo estaba en el salón de mi casa con mis amigos jugando videojuegos, algo que me incomodó en exceso. Por razones obvias, nunca se lo diría, pero siento que irme lejos de ella nos hará bien a los dos. Creo que hemos construido una relación un tanto enfermiza. Desde que papá murió, siento como si ella viviera a través de mí. Ha llegado a cancelar juntadas con amigas sólo para pasar tiempo conmigo, lo cual me ha resultado de lo más extraño, porque yo me suelo encerrar en mi dormitorio inmediatamente después de cenar.

Antes era peor. Ahora tiene un novio, Marcus, un cuarentón de brazos fuertes que la ha encandilado. Me reconozco un poco responsable de esa relación, porque fui yo quien le insistió para que acudiera a la segunda cita, donde entablaron un noviazgo formal. Creo que tener un novio la alejará un poco de sus constantes depresiones.

Sin embargo ahora, en la estación de tren, parece que ha caído en la cuenta de que no me verá en seis meses.

Sollozando, me dijo:

—Eres demasiado joven para vivir solo.

Ha repetido esa frase durante los últimos días.

—No viviré solo, mamá. Iré a una fraternidad —le respondí por enésima vez.

—Sí, con un montón de chicos que no conoces...

Suspiré y puse los ojos en blanco.

—Tranquilízate, ¿quieres? —le pedí, y la abracé. Ella escondió su cabeza en mi pecho.

La última vez que la abracé, era mi cabeza la que se escondía en su pecho. Evidentemente crecí de golpe y mamá parece estar cayendo en la cuenta ahora mismo.

En ese momento, se oyó el ruido del tren que se aproximaba y la gente empezó a alborotarse. Recogí mis dos grandes bolsos y me dirigí hacia la puerta, pero mamá no se ha despegado de mi y me obligo a dejar los bolsos para darle un nuevo abrazo.

—Te escribiré todas las semanas —le prometí—. Estarás bien. Estarás con Marcus.

Ella asintió, como una niña pequeña a la que le prometen que recibirá un nuevo regalo si se porta bien y deja los berrinches por un tiempo.

—Freddie, mi pichoncito —soltó ella, y se secó con el dorso de la mano una tímida lágrima que afloraba—. Sólo tienes diecisiete.

—Pero tendré dieciocho en dos meses, y ya seré adulto para hacer lo que quiera, como emborracharme hasta las cinco de la madrugada —opiné yo con una sonrisa, consciente de que el humor iba a aflojar la tensión.

Dicho y hecho: mamá dejó escapar una carcajada nerviosa y me dijo:

—Si llego a enterarme de que estás haciendo tonterías, iré a buscarte y te traeré de vuelta, ¿me oyes?

—No te preocupes, mamá. ¿Acaso crees que soy capaz de embriagarme hasta vomitar?

—Por tu bien espero que no lo seas, Fred —dice ella, y me di cuenta de que hablaba muy en serio: cuando no me decía Freddie era porque no me lo merecía—. Vete ya o harás que monte un escándalo aquí mismo. Te amo, cielo.

—Y yo a ti —sonreí y me subí finalmente al tren—. Nos veremos en vacaciones de Navidad.

—Si te extraño mucho, le pediré a Marcus que me enseñe a utilizar ese programa de computadoras...

Los chicos SigmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora