Y con él se llevó el llanto

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Y con él se llevó el llanto
Me equivoqué. Otra vez. La voz de mi madre suena en mi cabeza diciéndome "te lo dije". Otra vez. Y ya estoy acostumbrada a ello. De verdad que sí. Pero como cuando te vi aquella primera vez, nada me importó. Recuerdo que entraste junto a tus amigas como si el lugar te perteneciera. Juro que tenías la sonrisa más deslumbrante que alguna vez haya visto. Se sentaron en una mesa cerca del escenario y una compañera fue a atenderles. Esa noche me tocaba estar en la barra, así que te miré todo el rato desde lejos. Estaba dada vuelta cuando empecé a escuchar una voz dulce y rasposa, y recé al cielo que no fueras tú, porque si así lo era, iba a estar jodida. Pero sí, me di vuelta y me perdí. Y me pasé todo lo que restaba de la velada con el recuerdo de tu canción oídos, deseando que vinieras a pedir un trago, o a preguntar dónde estaba el lavabo o lo que sea, pero quería (necesitaba) tenerte cerca un momento, para saber que eras real y no una alucinación. Y pareció como si mis plegarias fueran escuchadas, porque unas horas más tardes me encontré mirándote a los ojos y preguntándote que deseabas. Tu sonrisa me encegueció, me dejó tonta, tanto que incluso tuviste que repetirme dos veces si podía ponerte una cerveza. El mundo te hubiese servido a tus pies si así lo pedías. Yo no era de la clase de personas que se enamora a primera vista, no, para nada. Pero tenía que admitir cuando te vi irte (sin antes mirar hacia donde yo estaba) sentí algo en el pecho que nunca antes. No sabía cuándo... no, borra eso. No sabía si iba a volver a verte, y la incertidumbre me mataba. Pero no duró mucho. Unos días más tarde volviste. Sola. Y a lo largo de la noche, a medida que pasaban los tragos, también caían tus lágrimas. Balbuciste un montón de cosas. Entendí una sola: tu llanto tenía nombre y apellido y demasiados amigos en común con quienes no podías descargarte, por lo que buscaste refugio en algún desconocido. No fue confianza, pero de todas formas me entibió el alma ser yo ese hombro en el que te apoyaste. Y después no te volví a ver. Por semanas. Hasta que un día apareciste otra vez. Acompañada. Por un hombre. Y te juro que no sé qué dolió más. Verte con alguien más o darme cuenta de que no tenía ningún derecho a que eso me molestase. Pero como llegué a contarte después, era lo normal en mí sentir aquello que no correspondía, hacer las cosas mal, estar errada. Luego de un rato te acercaste. Hice lo imposible para actuar de forma tranquila, pero creo que no lo logré, porque titubeaste al hablar. Parecías nerviosa. Dijiste algo sobre querer disculparte por lo que había sucedido tiempo atrás. Honestamente, no era capaz de conectar mi cerebro cuando te tenía cerca. Lo notaste. Acomodaste un mechón de cabello detrás de tu oreja y te fuiste a sentar. Con él. Te miré. Disimulé. Y te volví a mirar. Le sonreías. Y quise llorar. Y quise también dejar de pensarte. Dejar de imaginarte en todas partes. En el parque, en la calle, en la tienda, en mi living. Pero en el café no fuiste producto de mi mente. Yo estaba estudiando. (Tratando). Y te escuché preguntarme si te podías sentar. Ni siquiera levanté la vista. Se habían vuelto cosa de todos los días los (tus) espejismo. Algo irreal. Pero esa sensación no lo era. Me quité los auriculares y te vi. Y con el nerviosismo volqué mi café. Soy fea pero no espanto. Te tenía delante pero no había forma alguna de que aquello haya podido salir de tus labios. Pero si eres hermosa, ¿qué dices? (Me) Sonreíste. Desfallecí. Una broma cariño, pero si pareces que has visto un fantasma. Un fantasma no, un ángel, un sueño, tú. Solo tú. Y hablamos. Mucho. Poco. Una eternidad. Tres segundos. Alma, un gusto. Alma. Sí. Te encajaba perfecto. Nahiara, y el gusto es mío. Pero en realidad fue de las dos. Y tal fue éste que continuamos viéndonos. Y hablándonos. Mi teléfono no pasaba más de cuatro minutos con la señal de mensaje sin encenderse. Me contaste de ti, de tus deseos. Te conté de mí, de mis frustraciones. Tú cantabas de hobbie, yo luchaba por dibujar. A ti te ponían trabas en el camino y las sorteabas. A mí me intentaban amarrar y los dejaba. De a poco fui encontrando en ti una confidente, una persona maravillosa y digna de admirar. Y tú no sé qué veías en mí, pero siempre lo hacías con tanta luz que me dejé llevar. Al menos una vez por semana te tenía sentada conmigo en el bar. Y en más de una oportunidad me dijeron que nunca antes me vieron brillar así como esos días. Mi sonrisa era la bandera que por primera vez podía izar con libertad. Era feliz. Por ti. Gracias a ti. Gracias. Pero. No conozco palabra más detestable que esa. Pero. Hubo una discusión con mi padre. Y me apagué. Y ahí estabas tú. ¿Qué hubiese sido de mí sin ti? Y no me malinterpretes, que bien me enseñaste a quererme, aunque sea un poco. Pero fuiste mi persona. Eras mi universo. Y me ayudaste a comenzar a titilar. Con esfuerzo, pero con deseo. Me mostraste que podía, pero principalmente, que en el fondo, verdaderamente lo quería. Era tarde. Ese día. Ese bendito día. En mi descanso tomábamos un trago para relajar. Yo jugaba con tu mano por sobre la mesa. Tú me acariciabas el pelo con suavidad. Entraron mis compañeras al cuarto de atrás y se me frenó el corazón, pero tú continuaste como si nada, mirándome a los ojos, sonriéndome. Tu sonrisa, Alma. ¿Qué no habría hecho yo por tu sonrisa? Ellas se fueron y volvimos a quedarnos solas. Tú. Yo. Y esa sensación de que algo más allí había. Me paré para irme, iba a cometer una locura. Me seguiste, te sentí. Di media vuelta. Te vi. Te tomé de las mejillas. Y. Otras cuantas semanas sin tenerte por allí. Significas mucho para mí. Pero. Pero. Pero estoy con él. Me equivoqué. Sí, vivo haciéndolo, pero no te quiero perder. Te veo allí sentada y trato de sonreír, pero no me sale. Me voy un instante, necesito recomponerme. Respiro. Me repito una y otra vez que necesito aceptar lo que es. Eres luz, eres risa, eres vida. Eres mi amiga. Hola. Creí que las proyecciones se habían acabado, pero aquí estás otra vez. Sacudo la cabeza. ¿Estáis bien? Me giro. Aquí. Estás. Me sonríes. Me derrito. Silencio. Lo siguiente lo tengo borroso. No estoy segura como acabé volviéndote a tener entre mis brazos, aferrada a mí como si de ello dependiera tu vida. Y te caen lágrimas de los ojos y no comprendo. Hablas pero no te escucho, no puedo hacerlo. No soporto verte triste. Mi pulgar recorre tu mejilla y con él se lleva el llanto. Susurras. Vuelvo a no oírte. Me acerco más a ti. La señal que advierte peligro estalla en alarmas. La ignoro. Solo importas tú. Silencio. Y me besas. Tu boca. Sobre la mía. Me besas. Y me quedo quieta por si es un sueño y cualquier movimiento puede llegar a despertarme. Pero es el sentimiento más mágico que alguna vez experimenté, no puede ser mentira. Mis manos se enredan con tu pelo, te sostengo y me entrego. Si es una equivocación, al menos será la que más la pena lo habrá valido. Y ríes. Y sé que no estoy durmiendo porque tu risa causa en mí algo que a nada se le compara. Abro los ojos (no sé cuándo los cerré). Me miras fijo y me quitas la respiración. Sonrío y siento mis pómulos arder. Bajo la mirada. Avergonzada. Mis emociones están por toda mi cara. Me tomas por el mentón. Te quiero. Y me vuelves a besar.

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⏰ Última actualización: Nov 06, 2018 ⏰

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