Una tarde en el Cretácico

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Era hermoso, mucho más hermoso de lo que jamás había imaginado, y ni siquiera el cine, que tantas veces lo había recreado en multitud de películas, llegaba a hacerle justicia. Aunque no era perfecto, con esas diminutas manos que parecían inservibles, aquella criatura era verdaderamente hermosa, y ahora ellos eran los primeros humanos en verla con vida por primera vez en la historia.

Gisela observaba en silencio y desde la distancia cómo un Tyrannosaurus rex se alimentaba de la presa que se acababa de cobrar a la orilla de aquel gran lago que se extendía hasta el horizonte. El espectáculo de la caza había sido inmejorable. Desde el terraplén en el que los siete se encontraban agazapados, Gisela y sus acompañantes lo habían visto acechar, oculto entre unas enormes coníferas que había cerca de la orilla, a aquel incauto hadrosaurio que bebía agua nervioso. A bastante distancia de él estaban sus congéneres, una manada que se había alejado poco a poco y que sin querer lo habían dejado a su suerte. El pobre animal no tenía ninguna posibilidad.

El ataque fue fugaz. El T. rex salió de la vegetación como un rayo y fue directo al hadrosaurio. El inmenso animal tardó demasiado en ser consciente de lo que pasaba, y apenas había empezado a correr sobre el agua cuando fue alcanzado por el depredador. Un golpe de cabeza que sonó a huesos rotos desestabilizó al enorme herbívoro, que siguió corriendo pero ya con gran dificultad. Entonces el carnívoro, que no tuvo problemas en volver a darle alcance, le dio un nuevo y fuerte cabezazo con el que lo derribó, antes de darle la dentellada mortal con la que partió a buen seguro la columna de su presa a la altura del cuello. El hadrosaurio, de una especie que Gisela no lograba identificar, puede que una aún no descubierta por la ciencia del siglo XXI, parecía estar todavía con vida cuando el carnívoro dio el primer mordisco. Mientras mantenía una de sus férreas patas traseras sobre el cuerpo de la presa recién abatida, el T. rex arrancó la carne del vientre del hadrosaurio y después alzó victorioso la cabeza, masticando la jugosa pieza sin dejar de observar desconfiado al horizonte. No tardarían en aparecer los primeros carroñeros.

—¿De verdad eso es un tiranosaurio? —preguntó Alberto, aún con su cámara de video en las temblorosas manos.

—Eso creo. No es lo mismo estudiar los huesos que verlos en vivo y en directo, con carne, sangre y plumas. Pero esas diminutas manos y ese cráneo inmenso creo que no dejan lugar a dudas.

—Joder. Ya sabía eso de que los dinosaurios tenían plumas, pero aun así tengo que admitir que ha sido raro descubrir que el depredador más grande del mundo tenía pluma —respondió divertido Alberto mientras guardaba de nuevo la cámara.

—¿Lo has grabado todo? –preguntó con interés Claudia, la responsable de aquella importantísima expedición. El joven de ascendencia asiática asintió muy satisfecho.

—Todo el ataque, desde que Gisela nos dijo que había un animal acechando entre los árboles. Esta cámara tiene buen zoom, así que he podido captarlo con todo lujo de detalle. Esto va a valer su precio en bites.

—Eso es fantástico. Jamás creí que esto fuera así —dijo eufórica Claudia, que nunca imaginó que realmente sus descubrimientos pudieran ponerse en práctica. Pero gracias a la financiación de aquella empresa norteamericana que se había interesado en su tesis todo había sido un enorme éxito.

—Será mejor que volvamos al campamento base —añadió de pronto, en inglés y con seriedad, el comandante de la misión. Peter era además el encargado de la seguridad de los tres científicos.

Gisela, Doctora en Paleontología e invitada de lujo por sus amplios conocimientos en el pasado geológico del planeta, guardó sus prismáticos en la mochila y bebió un trago de agua de su cantimplora. Después siguió a Tom, uno de los soldados de la expedición, que iba en vanguardia abriendo el paso. El grupo entero regresó por la espesura siguiendo la misma senda que les había llevado hasta aquel terraplén una hora antes.

Avanzar en aquel mundo inhóspito y peligroso era realmente emocionante y la tensión vivida hacía que constantemente el corazón estuviera acelerado y el torrente sanguíneo anegado de adrenalina. El calor sofocante y húmedo, propio de aquel periodo en el que todavía no había casquetes polares, no ayudaba en nada a relajarse. Estaban a finales del Cretácico en algún punto indeterminado de lo que en un futuro serían los Estados Unidos de Norteamérica. Ese era el objetivo inicial, y viendo las primeras flores que empezaban a surgir en aquel monótono paisaje de verdes y marrones, las pequeñas aves que ya habían visto en varias ocasiones en los dos días que llevaban allí y ahora al T. rex atacando, no dejaban lugar a dudas de que Claudia y su equipo habían acertado en sus cálculos.

Durante la media hora que duró el camino de regreso nadie dijo nada. Los militares avanzaban con mucha cautela, siempre con el dedo en el gatillo, siempre apuntando a todas partes. Todos estaban nerviosos por los peligros que pudieran estar acechando a su alrededor, y más después de ver lo que un dinosaurio era capaz de hacer en apenas unos segundos. Aquel mundo era cruel y despiadado, un auténtico mundo perdido en el olvido del tiempo, un mundo peligroso al que habían viajado sin que Gisela supiera muy bien con qué intenciones. Pero qué era lo que buscaba aquella empresa norteamericana a ella poco le importaba. Le habían dado la insólita oportunidad de ver con sus propios ojos cómo era el mundo que durante tantos años había estudiado, y eso ya era suficiente para que sintiese que el riesgo y todo lo demás bien valían la pena. Jamás olvidará a ese T. rex cazando y devorando a su presa, un magnífico recuerdo irrepetible que Gisela atesorará con cariño para siempre.

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