II

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La Fiebre

El doctor Jean Pasteur se concentraba en la costa africana que parecía estar a no más de 3 millas marinas del navío Concordia, en que navegaba junto al resto de la tripulación médica. El ocaso comenzaba a asentarse rápidamente, y la mayoría de los hombres que viajaban suspiraban nuevamente, al encontrar tierra luego de cuatro largos meses en el océano. Pasteur pudo escuchar una ahogada celebración, y los rostros de sus compañeros parecían más lúcidos que nunca, a medida que las planicies africanas se acercaban con presto al navío. Pasteur, por el contrario, estaba más preocupado por saber lo que encontrarían una vez se adentraran a las colonias. Escribía, en una pequeña libreta, lo que sería una crónica de los sucesos que se avecinaban.

La tripulación parecía ignorar la misión encomendada por la milicia francesa, exceptuando al doctor Pasteur, y el médico general Louie Fiquet.

—Doctor Pasteur, le aseguro, — Decía Louie, que caminaba cautelosamente hacía él. —que no habrá nada más que una gripe usual. Los militares, comúnmente se afligen por el más mínimo síntoma de enfermedad.

Fiquet había viajado alrededor de las colonias francesas como médico general, y se decía también que había prevenido un brote de gripe en la meseta occidental africana.

Jean murmuró que sería posible, pero, en casos como estos, debía uno apegarse a la norma.

—Ya lo creo. La norma, sin lugar a duda nos evita del trabajo moral que conlleva nuestro deber.

Pasteur sonrió. — Para ser usted el mítico doctor occidental, salvador de la colonia más importante de Francia, debo decir que sus actitudes demuestran una sátira de su propia profesión.

—No, no. — Giró su cabeza a ambos lados, y prosiguió. — Si bien evité un brote de gripe española, nunca presumo de tomar muy en serio los protocolos que nuestro trabajo ameritan. En cambio, me entretengo, de vez en cuando, de las enfermedades, y evito a toda costa recordar las políticas morales que aprendí en Francia.

—¿Y no le parece irresponsable?

Jean comenzaba a generar cierto desdén por el médico, y se preguntaba realmente de si este poseía su cédula profesional.

—No se lo tome a mal, doctor, luego de diez años en el campo de la medicina, evita uno responder a su propia moral, y tampoco espero que me malinterprete; por supuesto que respeto el juramento a Hipócrates. — Pausó, para relamer sus labios. — Mire bien bajo mis barbas, y también observe esas arrugas que contornean mis ojos, ese, doctor, ese es el rostro de un médico. 

El resto de la conversación se mantuvo trivial. Y la mayoría de ella, correspondía a las anécdotas de Fiquet en Francia, a diferencia de Pasteur, que únicamente asentía y respondía casualmente "así es mi estimado, así es".

Luego de que el sol se hubiera escondido, la tripulación del Concordia anclaba a la costa africana de la federación francesa, y era recibida por la milicia. Descargaban los suministros médicos, y los dirigían a las barracas preestablecidas.

Jean Pasteur caminó con su equipaje, cerca de las tiendas de campaña militares. Se acercó a la tienda médica, y observo a través de ella, a diez hombres tendidos en camillas que se alineaban, a cuatro metros de distancia de cada una. Notó en ellos y en su tez un color amarillento, parecían presentar una grave fiebre. Anotó fugazmente en su libreta, y, gracias a sus menores habilidades artísticas pudo retratar en la medida de lo posible, un panorama poco acertado de la imagen que veía. El doctor se estremeció al ser interrumpido por un hombre joven, de cabellos rizados y una fisonomía poco robusta, portaba una camisa blanca y unos pantalones grises sostenidos por tirantes, y llevaba también al frente un delantal que en algún momento habría sido blanco, pero que ahora se mantenía rojizo por la sangre.

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⏰ Última actualización: Nov 12, 2018 ⏰

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