El salón rebosaba de música, los vestidos ostentosos llenaban la habitación con sobrios colores, pero abundantes adornos. Las paredes doradas denotaban riquezas, poder, ese poder que pronto iba a terminar.
Una pareja entraba por la puerta principal tomados de la mano, nadie notó su presencia. Los antifaces que ocultaban los rostros no dejaron ver los de los que serían sus asesinos esa noche.
La joven pareja subía las escaleras hasta el balcón, mientras abajo, en el salón principal un extraño suceso estaba ocurriendo.
El humo había aparecido de la nada, como una neblina que no dejaba ver más allá de tu mano. La violencia de las circunstancias fue imposible de explicar. Los invitados golpeándose entre si, mordiéndose, arrancando pedazos de carne con las uñas... la sangre fluía espesa por los corredores, era una orgía de sufrimiento y tortura.
Arriba en el balcón la pareja bailaba. Bailaba al ritmo de los gritos ensordecedores de los asistentes al baile. Ella con una sonrisa y él con una mueca de satisfacción se fundieron en un beso, un beso enfermizo con sabor a sangre.
Pasaron los minutos, los sonidos guturales cada vez se iban apagando hasta llegar a un completo y demencial silencio.
Bajaron y pudieron ver los estragos de su obra. Los cuerpos tendidos bañados en rojo, pedazos de piel esparcidos por el suelo.
El vestido rosado de la mujer se manchó de sangre a los pocos segundos de haber tocado el suelo.
Rieron.
Rieron y volvieron a bailar.
Rieron y volvieron a bailar, esta vez sobre los cadáveres que tenían aún el horror reflejado en sus rostros.