Atenas, Grecia.
Amado Ares.
Es mi deseo que os encontréis sentado en vuestro trono de sal mientras adviertes deleitado como esas dos bestias, las que tenéis por hijos, devoran los restos de aquellos mortales a los que vilmente sus fugases vidas has acortado. No os atormentéis, no me opongo a vuestros inicuos caprichos, es más, me regocija el hecho, de ese modo sujetas sus atenciones a la caliente y espesa sangre para que no puedan ver vuestra reacción mientras admiras estas líneas.
Debo confesar algo antes de continuar porque no es mí deseo que confundas estas palabras con falsa cortesía, sabéis de sobra que detesto cada parte de vuestra existencia y que saberte destruido sería la mayor de mis complacencias. Eres mi hermano, pero también mi enemigo y eso os convierte en la deidad perfecta para que sea de vuestro conocimiento lo que infortunadamente me atormenta, nadie va a creer jamás que os lo haya relatado aunque lo juréis por la misma muerte. Amado hermano estoy sufriendo, me calcino por dentro y sé que esto os llenará de gloria, tal vez la única que tendréis de mí.
Lo que ingratamente padezco es sencillo, he descubierto que Chronos es crudelísimo cuando se trata de explicar al amor, mortales y dioses le dejan toda la responsabilidad del mundo, pero él es tan sínico que solo se sienta a ver como la inestabilidad de la pirámide que construimos con sueños fugaces se cae hecha desilusión y lágrimas. ¿Por qué Ares? ¿Acaso lo sabéis? ¡Somos deidades! ¿Por qué padecer esta pena también? ¿De que sirve nacer dotada de sabiduría y belleza? ¿De qué vale ser amada si no podéis ser deseada? ¿Es el precio de la victoria esto? —Seguro que habéis dicho que sí—pero la verdad es que no es de tu conocimiento funesto dios, porque tenéis dos hijos, dos criaturas hambrientas de terror y muerte a los que nunca amarás pero que siempre os van a pertenecer y podréis tocarlos, verlos y patearlos si así lo suplica vuestro furibundo corazón, pero yo no tengo nada, no sé qué es la caricia de una mañana, el cosquilleo de un vehemente beso, ni el golpe permitido sobre mi cuerpo desnudo ¿Una victoria lo vale? Como lo advertís Ares, las batallas contra la cólera de vuestra naturaleza no son nada contra esto que me atormenta.
No estoy renegando del lado que me tocó nacer, solo es un deseo que debo rechazar en nombre de la naturaleza de mi divinidad, pero no deja de ser una tortura, ¿Os ha pasado alguna vez?, claro que no, siempre habéis complacido cada capricho inicuo. Aun así el mismo Chronos me ha demostrado que ninguna tormenta es inmortal como nosotros ¡Oh crudelísimo hermano he encontrado a alguien!, es un mortal. Le vi bañándose en las afueras de Acaya, deséole desde entonces, pero está lejos, tan lejos que mis dedos solo pueden tocarme para sentirlo cerca, tan lejos que no puedo verle más que reflejado en el estanque de mis vehemencias —Seguro que mi desdicha os hace feliz—. Lo amo, pero él no lo comprende ¿Cómo podría?, sólo es un mortal, un simple aqueo de armadura débil ¡Mientras yo poseo la egida! Los humanos piensan que vosotros los dioses no debemos ser ofendidos ni provocados, creen que por nuestro bien sabido derecho divino debemos mantener la perpetua solemnidad. Nunca he tenido un amante, nunca lo había deseado y tal vez sea por ello mismo que empecé a observarle ¡Quiero que él lo sea!, que me tome las veces que su capricho mortal se lo demande, que no pida mi aprobación y que no tema a mi cólera. Quiero que ordene cosas que nunca cumpliré, quiero que viaje al espacio vacío de mi vientre y se proclame campeón de la batalla por la vida, quiero que desmiembre mi egida y me haga sentir tanto placer como cualquier otra mortal. Les he observado silenciosa y oculta, sé que fantasean con ser deidades, si tan solo supieran que envidio el placer que sus cuerpos débiles producen; pero éste osado humano no quiere Ares ¿Os cuento por qué?, por el terror de mi aprobación, por miedo a confesar que muere por sentir lo caliente que es el prohibido espacio casto que hay entre mis piernas. El muy osado cree que nosotros usamos a los mortales y los tiramos cuando sus cuerpos exánimes suplican piedad, y aunque tú, crudelísimo hermano, si lo hagáis... yo no soy así. Yo lo amaría de verdad Ares, porque eso está en mi divinidad, no espero que lo entendáis porque bien sabida estoy de que confundes el amor con aciago, obsesión y poder; yo lo protegería en los fulgidos días y en las aladas noches sacaría sus más íntimas debilidades, si, tal cual lo adviertes, lo haría mío ¡No os rías Ares!, me duele su miedo, me ahogan sus dudas... deseo al cobarde infeliz.
He venido a ti, propicio hermano, porque no puedo hablarle, porque en su osadía este mortal se ha negado a verme. ¡Traéosle cuanto de prisa sea posible!, ¡Quiero que suplique! ¡Que exclame la verdad!, que me desea, que está dispuesto a luchar por este imperante amor, que solo es miedo a la cólera del olímpico Zeus. ¡Dios de la guerra decidle que gozará de mi justo manto! Adorado hermano no penséis que esto es errático, os lo confieso con toda la pureza de mi corazón, os juro que nada pude hacer ante sus claros ocelos, esos que son de un gris pálido, ese gris que solo aparece entre el ocaso y el alba; grande fue mi sorpresa, oh Dios inicuo, que en el fulgido amanecer los advertí azules mientras me miraban cálidos e imperiosos y; eterna, injusta e ingrata aún lo fue más mi agonía, oh dios cruel, cuando en el naciente atardecer se tornaron verdes, de un esmeralda casi jade que exponían sus verdaderos instintos impetuosos, la belleza real. Su piel era tan blanca casi como la mía. «Parece un dios». Susurré. Por un momento lo creí, hasta que habló y escuché lo sumiso de su corazón «¡No es digno!». Me dije. «¿Y quién dice que no lo es?». Renegando me respondí.
Os juro Ares que ni toda la arcilla esculpida con manos prodigiosas podrían crear una criatura tan perfecta como él. Los humanos se parecen cada vez más a vosotros, físicamente claro es, porque por dentro sus corazones están llenos de dudas, miedo y lujuria; esa última es la que ha salido a la luz a través de sus perniciosos ojos, esos los de mil colores, los que me han cautivado. A pesar de ello el mortal no puede permitirse deseo contra mí y eso me colma de dolor, desesperación y enciende mi cólera ¡Debería matarle! ¡Debería arrancar su corazón con el corvo más filoso del olimpo y dejarlo pudrirse al sol como lo hacéis tú! ¡Me ha despreciado! ¡A mí! ¡A la hija nacida de Zeus!, amado hermano sé que es mi culpa... dejé que Chronos respondiera por mis sueños y solo me ha provocado una herida en mi errante corazón, ese que expulsa un icor exánime. Vivo sumergida en la inmensa agonía, suplicando vilmente por un escaso beso que restañe este rio vano de paciencia, avanzo arrastrando la vergüenza de este, mi deseo fugaz, por un indigno mortal.
Ares, dios de la guerra —Hermano mío— ¿Recordáis aquella lid en la que os humillé?, esa batalla en la que os dejé sangrando y os tiene atado convaleciente a vuestro trono de sal ¿Lo recordáis?, en esa guerra no jurasteis matarme, jurasteis hacedme mucho daño, jurasteis que encontrarías aquello que más amaba, aquello por lo que entregaría mi inmortalidad, y, que cuando lo hicieres, te deleitarías reduciéndolo a cenizas ante mi alma fulminada, y, si eso no fuere suficiente, os pasearías en la auriga sobre ellas dando el grito de guerra más feroz de vuestra historia —lo recordáis, lo sé- bien, que así sea. Ahora sabéis que eso por lo que mi corazón late embelesado es un humano— ¡Que osadía de Atenea, hija del gran Zeus!, seguro que eso pensáis-, pero no os equivoquéis, no os lo anuncio para que le des muerte, os lo asisto para que sea de vuestro conocimiento que nunca había convergido un motivo tan poderoso por el cual proteger a los mortales, si por cada mil hombres hay uno como él, vale toda la pena seguiros derrotando batalla tras batalla, vale cada derrama de espeso icor sobre mi tibia carne inmortal protegiendo su mundo, vale cada dolor de vientre que provoque su raudo rechazo...
—¿Sabéis lo que significa esto no es así?— no podréis hacedle daño nunca, hermano mío, eso os lo prometo. Lo amo y lo deseo, y por él haría actos más allá de vuestro limitado entendimiento, aún consciente de su funesto desprecio.¡Que resuenen mis aladas palabras en vuestra crudelísima mente! Amado Ares, ahora sabéis que le quiero y eso es suficiente para que entendáis que ni mi más íntimo deseo podrás destruir. En aquella lid me jurasteis muchas cosas —Sé que lo recordáis— pues ahora os vengo a jurar esto: no podréis herirle, ni mucho menos soñante penséis que le hurtarás la vida, por vana que os parezca, os juro Ares... protegeré cada tibio y lento latido de su osado corazón.
Os ama, Atenea.
ESTÁS LEYENDO
AMADO ARES
FantasyPara mi Cordobesa. Esta es la primera de una serie de cartas que intercambia la diosa Atenea con su medio hermano, el dios Ares. En estas se confiesan el odio, la tentación y el deseo de destruirse mutuamente, pero también revelan lo que han ocultad...