Prólogo

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El filo del látigo se incrustó en su espalda de forma rápida, dolorosa, formando una profunda y sangrante herida en su costado derecho que le forzó a apresurar su movimiento si es que deseaba no volver a ser herido por aquellos bárbaros y atroces ...

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El filo del látigo se incrustó en su espalda de forma rápida, dolorosa, formando una profunda y sangrante herida en su costado derecho que le forzó a apresurar su movimiento si es que deseaba no volver a ser herido por aquellos bárbaros y atroces hombres. Si había algo que todos los soldados Reales compartían, era su increíble crueldad y sus métodos clandestinos para obligar a los futuros esclavos a acelerar su paso por más que estuviesen muriendo por los mínimos cuidados que recibían y la casi nula agua que se les obsequiaba, sin importar la edad o sexo que presentara la persona en cuestión. Allí, los malos tratos eran igualitarios, y a ningún guardia le importaba el escuchar quejarse a los esclavos, incluso riendo por ello. En algo se debían parecer al hombre para el cual trabajaban, si no, este no los habría escogido para hacer una faena de tanta importancia como la de guiar y entrenar a los sirvientes que habitarían la corte hasta que muriesen los faraones y fuesen abandonados a su suerte, aunque algunos no vivían esa suerte y eran mandados a asesinar por no cumplir las órdenes de los faraones tal como estos querían.

—¡Camina más rápido, no tenemos todo el día para llegar a Alejandría! —exclamó uno de los guardias, alzando su mano y mostrando el látigo que sostenía para así poder mostrar a la resta del séquito lo que sucedería si no hacían caso a sus órdenes, acariciando el filo del objeto, pareciendo disfrutar de la mirada de horror que el joven herido mostraba, sabiendo que había cumplido con su deber cuando este comenzó a temblar, aterrado—. Si crees que tengo tiempo para soportar tus temblores, ¡estás muy equivocado!

Nuevamente, la punta del látigo golpeó su espalda, provocando un gran ardor en la anterior herida, pero por más que dolía como un infierno, mantuvo la boca cerrada, apretada con fuerza para así evitar darle a aquel soldado lo que quería: escucharlo gritar de dolor, pues aquello solo realzaría el poder que los guardias tenían sobre ellos y provocaría aun más abusos hacia el resto de personas que ya habían sido amenazadas antes con el arma, sobre todo los niños más pequeños que rondaban entre los cinco y los siete años. Estos, al parecer habían sido separados de sus familias por una considerable suma de oro, y servirían como esclavos de tortura para los actuales faraones, y no paraban de llorar mientras caminaban con la espalda al Sol, el cual quemaba sus blanquecinos y suaves rostros, tornándolos rojos por las lágrimas que caían por sus mejillas ante el dolor que provocaban esas torturas.

Kirishima simplemente no podía aguantar aquella visión, estaba más que harto de tener que observar los abusos de esos guardias hacia esa gente inocente, aguantando las ganas de rebelarse para poder proteger a los más débiles, sabiendo que si llegaba a hacer aquello sería ensartado al instante por los ostentosos machetes que portaban los soldados en sus túnicas de lino y que contrarrestaban con sus costosos brazaletes y sortijas que portaban con mucho orgullo, demostrando que estaban satisfechos de poder trabajar al servicio del actual faraón, hecho que asqueaba por completo al muchacho encadenado, pero por más que repudiaba la situación en la que se había llevado a sí mismo, no podía quejarse y mucho menos arrepentirse.

La suave arena de un árido amor [BakuShima]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora