En las profundidades de la noche, bajo una capa de espesa niebla, se ven a lo lejos las abandonadas lozas de un viejo cementerio, tras sus oxidadas puertas de grueso metal, se puede sentir el penetrante frío de la parca y la soledad mortal que envuelve a todo aquel que se atreve a cruzar el sombrío umbral.
Allí en ese mundo apartado de todo signo de vida, habita un ser, un ser que algunos podrían creer monstruoso, otros tantos lo considerarían fantasmal, pero la triste realidad es que es solo un hombre, un mortal como cualquiera excepto por su vida misma.
Desde que era un niño, aun ajeno a su suerte, fue abandonado.
Durante años, anduvo por las calles peleando con las ratas por los desperdicios que encontraba en la basura, desperdicios que para el eran un alimento valioso.
Una noche mientras caminaba por las calles, fue a parar frente a las puertas de aquel cementerio, sintió la soledad de la muerte que, para el, no era diferente a la que rondaba su cotidianidad, recorrió sus tumbas y por primera vez se dio cuenta que era aceptado pues allí nadie lo juzgaba.
Desde entonces se refugió debajo de las frías lozas que guardan celosamente los cuerpos de los cuales se alimenta y los que por años han sido su única compañía.
Hoy, a los treinta y tantos, durante las noches recorre los desolados rincones del que ha sido su hogar, el cementerio que lo vio crecer, los que le han visto dicen percibir la soledad en sus hundidos ojos y la frialdad en su pálida y cadavérica piel...
Carmilla Sanguina