El camino

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Estar perdido no es no encontrar un camino. A veces, estás yendo de acuerdo a lo que dice el mapa, pero tu mente sigue el camino contrario. Un día, eso te pasó. Te perdiste. Hace años que buscas el camino de la paz mental, pero parece que nunca va a llegar. Hay veces que aparece gente que, sin saberlo, te guían como una antorcha a un viajero y quieren llevarte a casa, pero esos guías se pierden o se los traga la oscuridad, una que se parece a la que reemplazó el lugar que ocupaba tu mente. El dolor te consume, como el fuego que extingue el oxígeno para mantenerse vivo. Te va destruyendo sin que te des cuenta.

Durante la travesía, encuentras a otros viajeros; ellos te ven sufriendo, pero solo se llenan la boca con palabras que escucharon y ahora repiten como ecos. Todos dicen que pronto encontrarás el camino a casa, pero nunca ayudan a que bajes los brazos. Ese es otro problema. Cuando pasan cosas como esa, uno quiere tener el coraje para decir: ¿Acaso han estado perdidos, sin ningún mapa o provisiones? ¿Ellos saben lo que es andar sin esperanzas? Esa es una pregunta que se responde sola cuando oyes ese discursito mal hecho, y es cuando maldices a la persona que lo creó.

Hay un punto en el que paras por la noche, prendes una fogata y te haces de un refugio. Por más que corras el riesgo de que animales salvajes se aprovechen de tu desprotección. Ese momento en el que no piensas en tu búsqueda y te encuentras llorando. Te sientes tan débil de recaer en una necesidad fisiológica tan básica y tribial que ahí te relacionas con un sentimiento común: odio, pero este es el peor de todos. El odio a uno mismo. Te detestas por haberte perdido, o por aún no haber retomado ese camino. ¿Cuánto tiempo había pasado? No lo sabes. Tal vez han pasado minutos, horas. Quizás días, meses e incluso años. No lo sabes, pero sientes que ha pasado tanto que te preguntas por qué aún lo intentas. ¿Y si el camino de vuelta no existe? ¿Si estabas destinado a perderte y jamás ser encontrado?

De repente, escuchas algo. Sales de tu escondite y ves que un oso está al acecho y dispuesto a devorarte para sobrevivir. Miras a tus lados y nadie puede ayudarte. El animal te nota allí; presa fácil. Por instinto de supervivencia, sales corriendo. Corres como si no hubiera un mañana. Ves que está a pocos metros de distancia y aceleras, pero las piernas ceden y caes al suelo. Algunas ramitas te lastiman y miras a los ojos a ese depredador. Te alejas arrastrándote por el suelo; es hora, te dices a tí mismo. La bestia se para en sus patas traseras y está a punto de aniquilarte. Cierras los ojos con fuerza y esperas lo peor. No obstante, no pasa nada.

Abres los ojos y ves a alguien peleando con ese oso. Sin siquiera verle el rostro, te das cuenta que es como tú. Ves que la bestia desarma a esa persona y está igual de indefensa. Divisas el arma y, de un momento a otro, ambos han acabado con el animal. Lo observas por primera vez y reconoces el brillo de sus irises: simplemente no lo hay. Eso es lo que diferencia a los de su especie, o al menos así los llaman los demás caminantes. No son gente; son una rareza aparte de la que hay que temer o lamentarse. También observas una bonita sonrisa que se despliega en el rostro de esa persona. No te mira con extrañeza. La luz del alba baña las colinas e indica que ya es hora de continuar con la misión. Con amabilidad, tu nuevo acompañante se ofrece a seguirte. Formas una mueca y accedes.

Mientras se mueven, te das cuenta que esa mueca anterior se parecía a la que ese extraño te había regalado: una sonrisa. Ese tipo de gestos no son típicos en tu especie. ¿Hace cuánto que no haces una que saliera de lo más sincero y profundo de tu alma? No lo recuerdas. Ambos charlan, hacen más de esos gestos extraños que están sumados a un sonido gutural que sale de sus bocas. Según el extraño, se llaman risas. No estás acostumbrado a sentir paz interior, pero eso es lo que pasa dentro de tí. Nunca te había pasado algo así, ni con los amigos que te habían abandonado a mitad del trayecto.

Estás más seguro, como si ese encuentro hubiera sido obra del mismo destino que te había varado. Habiendo terminado de armar el refugio, decides descansar. El extraño prefiere quedarse a hacer guardia para que tú puedas relajarte. Esa declaración te sorprende. Estando siempre solo, habías olvidado lo que es que alguien te cuide. Te metes en el escondite y una suave sonrisa se escapa de tus labios antes de caer dormida. Los de tu especie no sueñan; solo los que van por el camino correcto son los que pueden permitirse de esas imágenes.

Despiertas y sales para ver qué es de tu compañero. Allí está, firme y sin doblegarse al cansancio. Te acercas y ocupas el lugar vacío a su lado. Con la lumbre del fuego y la luna, disfrutan de la compañia del otro. A veces hablan, pero otras comparten un afecto: le dicen abrazo. Consiste en rodear tus brazos en el cuerpo de la otra persona y presionar un poco. La otra persona hace la misma acción sobre tí. El verdadero truco para que el afecto salga perfecto es transmitir un sentimiento, o muchos si se quiere. Se pueden crear conexiones importantes con estos abrazos.

El camino continúa la mañana siguiente, pero da un giro diferente. En un punto, ambos frenan y se sostienen el pecho. Tienen la sensación de que algo dentro de ellos se mueve. Un rayo de luz que se enciende y produce un calor que hace bien. Pocos han vivido esto. Esa sensación significa que están cerca de encontrar lo que tanto han buscado: el camino de vuelta. Ambos se toman de las manos, sus pasos son más rápidos y constantes. El fulgor de la chispa que brota de su interior es lo que los guía.

Digamos que esta historia tiene un final feliz. Ambos encuentran el camino. Vuelven al antiguo punto en el que se habían perdido, pero están juntos. Esas leyendas que te habían contado terminan siendo ciertas: ese compañero existe, y te mira con una sonrisa en su rostro. En la ruta, esperan encontrar miradas de recelo, pero los que están allí hasta se toman el tiempo de aplaudir. Aún tomados de las manos, continúan el trayecto como si nada hubiera pasado. Van a escribir su propio rumbo.

El problema es... ¿y si esa persona, tu acompañante, un día se perdiera en un camino peor que el anterior? ¿Qué pasa si llega al punto sin retorno, donde yacen las almas que no pueden salvarse? O aun peor, ¿y si encuentra un camino mejor que se aleja de tí?

Un día, eso pasa. Tu acompañante se une a la peligrinación de los superados. Esos que una vez se burlaron de los de tu especie. El dolor es inmenso. Te mata por dentro... y vuelves a ese horrible rumbo. El viaje comienza de nuevo. Oh, incesante círculo vicioso, deja de torturar a los que han luchado de más. Ten misericordia de ellos y ayúdalos a salir. Dales la fortaleza para que su pesar sea menor. Guíalos por el camino de regreso a la estabilidad.

El camino | cuento originalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora