Era pura poesía lo que salía de tu garganta desgarrada. La voz rota de tantos versos inacabados, de tantos labios secos, de tantas goteras en el pecho. De tanto amar sin ser amado. Era cruel la calma que me causaba ver cascadas en tus mejillas. Muchos las llamaban lágrimas. Tú las llamabas recuerdos líquidos. Yo... Yo prefería llamar a tu puerta y escuchar tus pasos lentos cruzando el comedor, y el sonido sordo de tus labios curvándose en una sonrisa triste. Debía ser arte. Lo de besarte, digo. Pero tú decías no encontrar una boca que encajara con la tuya.
Rompías de todo menos a reír. Llantos, esquemas, corazones. En los cajones de tu cuarto sólo había tabaco con sabor a nostalgia, de ésa que agrieta las mejillas y te vacía el pecho. Contenías suspiros frente al espejo y tomabas café a las cinco de la mañana.
Te asomabas a la ventana y contabas las personas que iban con la cabeza agachada. Y la agachabas tú también. Y te quejabas de que tus fantasmas no te dejaban dormir y yo te decía que tus ojeras eran abismos. Y me hacías prometer que nunca caería en ellos. Y yo cruzaba los dedos y me preguntaba si mis bambas aguantarían un camino de piedras a tu lado. Y dudaba hasta que me besabas en la frente y me susurrabas: 'gracias por seguir aquí, pequeña'. Y aún con las manos tan vacías como las promesas de un borracho, me traías rosas azules al amanecer y me recitabas versos de Bécquer mientras te quebrabas. Me pedías en murmullos que no te arreglara, que podías hacerlo solo. Y yo quería creerte aunque tus temblores me rogaban que no lo hiciera.
Siempre gritabas que querías largarte y correr por los tejados a medianoche, bajarme la luna o subir ambos a ella, rogarle a las estrellas que me canten algo. Atarte una soga al cuello mientras suena Quique González y que la vida te mire con los labios pintados.
Siempre hay algún bar que se llama Las Vegas.
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