–¡El celeste mami! ¡Quiero el celeste! –exclamó Agustina, tirando con fuerza de la mano de su madre. Luego agregó, alargando la última vocal y pronunciando las "r" como "l"–. ¡Por favor!
Selene miró a su hija, luego al vendedor ambulante y finalmente a su cartera. Suspiró. Le alcanzaba justo para el ansiado globo de su hija. Detestaba ceder, pero conociendo a Agustina, dentro de 10 años le seguiría reclamando el bendito globo.
–Está bien Agus, pero solo si me prometes que luego vas a comer la ensalada.
La niña asintió tan fuertemente que sus gafas circulares verdes con puntos amarillos se cayeron al suelo. Selene pensó lo mucho que detestaba esos anteojos, pero su hija era capaz de prender fuego a la lluvia con tal de quedarse con esos dichosos lentes. Su madre solo quería tirarlos a la basura.
Tras comprar el globo, fueron a ver el atardecer. El arrebol seguía sorprendiendo a Agustina, a pesar de haberlo visto varias veces. De pronto, la niña se llevó una mano al estómago.
–Mami –dijo Agus– me duele la cabeza.
Selene se sorprendió. No habían comido nada en mal estado, ni algo fuera de lo normal.
–Bueno... cuando lleguemos a casa te doy un Ibupirac, ¿está bien?
La niña solo asintió con la cabeza, y de un momento a otro su globo se escapó de sus manitas. Agustina se quedó mirándolo, conteniéndose para no llorar, hasta que desapareció de su vista. Acto seguido, como por arte de magia, Agus levantó vuelo, sus ojos avellana mostraban que estaba siendo presa del pánico, gritando incesantemente, sus apretados rizos color cobre le tapaban la cara, y en el ascenso los lentes se resbalaron, y con un golpe seco, cayeron enfrente de su madre. Esta solo se quedó en shock, y sin respirar vio como su hija única se perdía entre las nubes rojizas que tanto las fascinaban, exactamente como el dichoso globo celeste.