Un golpe, dos golpes, tres golpes; parecían suficientes para consolar a un televisor histérico.
Artemio gruñó después de ver -en reiterada ocasión-, el color de la pantalla desvanecerse en un vórtice de arañazos grises y epilépticos, manchando por completo las paredes del oscuro desván que le rentaba un italiano inmigrante.
Esta situación no habría de ser tan desafortunada si la televisión fuese ya una antigüedad o una baratija, pero la verdad es que apenas ayer la había conseguido a un precio bastante elevado en una tienda nueva del centro, cerca de donde se posan los motociclistas como mariposas, con la única intensión de ver a las mujeres casadas con sus verduras y sus sandalias pavonearse entre la sudorosa y agonizante multitud morena.
Era un local minúsculo pero sofisticado, vendían toda clase de artefactos electrónicos que ni en toda su miserable vida Artemio hubiera podido imaginar si quiera tener a su alcance. Cada televisión muerta e impecable en el estante parecía casi un trofeo, vio su triste y pobre mirada reflejada en las pantallas hasta que encontró una al final del pasillo, que a pesar de ser la más barata de todas también podría fácilmente arrancarle la comida de la boca.
Eso había hecho a Artemio replantearse si realmente necesitaba comprarla; debía 3 meses de renta, y su refrigerador estaba tan vacuo y descompuesto que de él emanaba un esencia casi desértica. Pero, por otro lado, se había cansado ya de tener como único entretenimiento las peleas de las ratas detrás del sofá, tampoco tenía amigos, nunca se había casado y tenía la suerte de no conocer a ninguno de sus hijos bastardos.
Trabajar en una oficina llena de lelos tratando de vender cajas le había resultado infructuoso, económicamente hablando y gastar toda su quincena en una televisión era un lujo que no podía darse. Cuando Artemio se hubo resignado, caminando con las manos en los bolsillos hacia la salida, un hombre suntuoso y magistral se había postrado en su camino, con un poder de convencimiento colosal.
Era un individuo ejemplar, a quién le depositarías tu ciega confianza sin pensarlo dos veces. Curiosamente, a Artemio no le molestaba que estuviera tan feliz y jacarandoso siempre, no le molestaba incluso que le sonriera tanto porque tenía una blancura celestial en cada diente digna de admirar, y una voz cantarina, tan aterciopelada que hasta todo el maldito coro de ángeles allá arriba podría envidiar. Y un traje azul celeste perfectamente confeccionado e impoluto que se ceñía con elegancia a su enclenque cuerpecito huesudo y lechoso, sin ningún lunar ni cicatriz visible que pudiera macularlo, con su cabello calculadoramente peinado al estilo de executive contour. Se llamaba Ernesto, ¿se puede tener un nombre más profesional y masculino? Pudo haberse llamado Bernie o Lorenzo y Artemio no le hubiera tratado con el mismo respeto, pero era un Ernesto, un hombre profesional y masculinamente simpático que le vendió un televisor, o mejor dicho un mal televisor. Artemio se preparó para encarar a Ernesto, tomó su mejor traje para intimidar, sus zapatos de charol carcomidos por los ratones, su ticket arrugado que permaneció toda la noche en la basura y el televisor, claro.
Pero cuando iba bajando los escalones se encontró con quien menos querría encontrarse, así que apresuró su paso.
-¡Y a dónde se cree que va usted, amico! -Rugió el casero, Donato, plantado en el marco de la puerta de su habitación, seguía en bermudas, y mientras que con una mano se atusaba los bigotes, con la otra se rascaba las nalgas -. ¡Más le vale que vaya a rembolsar esa basura, quiero mi dinero de la renta!
-Vete a la mierda, cabrón, acabo de pagarte...maldito viejo simplón.
-¡Pamplinas! Eso fue hace 3 meses -gruñó y después se dirigió a su esposa -¿Ya ves, Zinerva? Te lo dije, este stronzo bueno para nada no va a pagarme un cazzo.