Habría yo de tener apenas nueve años la noche en que Casanova y Naranjo se enfrentaron por primera vez junto al cadáver de un perro ululante, casi yerto a mitad de la calle.
Yo mismo fui testigo, hundido en el asiento trasero del descascado Chevrolet nova; aquel frágil artilugio cerúleo, aunque pesado, que habría de quejarse en cada esquina traicionera. Observé la disputa a través de su marco polarizado, en el frío propio de sus asientos encuerados, olfateando las cenizas de cigarro que bañaban el tablero y la colonia barata de mi padre que impregnaba, demandante, cada recoveco del auto.
Afuera, había gritos destrozando la atmósfera silenciosa del vecindario, y detrás, el llanto de un perro moribundo que se desangraba a mitad de la calle. Lo que pasó aquella noche es que el silencio, aparentemente adulto, se fracturó. Así, sin más.
En un principio, mi padre, Napoleón Naranjo, atropelló a un perro accidentalmente camino a casa, y a pesar de haber podido frenar a tiempo, no lo hizo. Él dijo que no estaba viendo realmente el camino, que aquella noche no llevaba puestos sus anteojos buenos: "Y yo para qué voy a querer que un perro me arruine más la pintura del coche", me contestó cuando me atreví a dudar, erróneamente, de su palabra.
El súbito golpe fue seco y rasposo, una brusca sacudida. Cuando papá frenó ya era demasiado tarde, al menos las dos llantas delanteras ya le habían aplastado las costillas.
Papá se bajó a revisar y me ordenó austeramente que me quedara en el auto. Yo obedecí, amaestrado ya por sus constantes regaños, y además porque me estremecía la perpetua agonía del perro tendido en el pavimento, pues sus aullidos desgañitados eran tan ensordecedores que horrorizaban, a tal punto que aquella noche no logré concebir el sueño por el simple recuerdo.
Me tapé los oídos con ambas manos tanto como me fue posible, al menos hasta que los lloriqueos se fueron mitigando, sin embargo, nunca cesaron por completo. Saqué las manos de mis oídos y las estampé en mi rostro para que mi padre no me viera llorar.
—Aguántese —dijo mi padre —, que los hombres no lloran.
A continuación se inclinó con desdén frente al cuerpo inmóvil y quejoso del perro con el afán de echarle una mirada más crítica que misericordiosa, le escudriñó laconicamente por un par de segundos, encandilado por las luces delanteras del auto, pero por su rostro no bogó ni la más fantasmal expresión; ni una mueca, ni una arcada, ni mucho menos una lágrima.
—Es el perro del vecino —afirmó, estoico, con el arrugado cigarrillo acurrucado en la esquina de sus labios.
No pasó mucho tiempo antes de que Epigmenio Casanova saliera disparado de su casa, con su característico paso apresurado —como quien espera alcanzar el autobús—, y sus bigotes alquitranados y enhiestos ligeramente despeinados. El cabello desbaratado, la bata de baño abierta, bermudas blancas, piernas velludas y pantuflas, al menos, dos tallas más grandes.
Caminaba con la espalda recta y los brazos flexionados, se desenvolvía en ajetreos sólo dignos de un atleta un tanto desgarbado. En algún momento de su transcurso por la fría banqueta, advirtió la desconsolada situación a tan sólo centímetros de la escena y frenó su paso inopinadamente. Observó al perro y luego a mi padre, a mi padre otra vez y después al perro, al final —y como es natural— el frente del carro ensangrentado. Entonces, sin que nadie pudiera adivinarlo se lanzó extemporáneamente sobre el viejo perro Poodle y sollozó en sus costillas sanguinolentas por lo que parecieron quince segundos ensuciados de angustia.
—¡Piccaso! —gritaba—; ¡Picasso!
Cuando terminó de llorar y observó a su al rededor, se mostró bastante desconcertado ante la presencia impertérrita de mi padre, quien, plantado junto al escenario desolador, fungía como estéril espectador mientras se fumaba su cigarrillo. Tal vez Epigmenio Casanova esperó consuelo o arrepentimiento, a decir verdad, pareció buscar algún vestigio de culpabilidad en cada arruga de su rostro, pero al final —y para su sorpresa, aunque no para la mía —, no encontró absolutamente nada que no fuera un frívolo rechazo.