Sin alma

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El presente ve al pasado.

El suspiro de sus pasos y el roce de sus pestañas sobre sus almendrados ojos eran los únicos sonidos que acompañaban al nocturno canto de los grillos. En la ventana una figura estaba sentada, yo debajo de mis sabanas reconocía esa silueta, alumbrada por la tenue luz de la luna. Mi amigo imaginario me miraba a través del vidrio, observándome dormir.

Mi corazón siempre estaba inquieto cerca del él, mi corazón no latía cuando sus manos rozaban mi cintura, mi corazón está atado junto al suyo. Sus labios, guardianes de aquella sonrisa ladeada que lograba sacar todo el aire de mis pulmones, se movieron dejando que su suave voz se escape de ellos. Una canción que nunca he escuchado comienza a resonar por las paredes de mi habitación. La canción parecía sacada de otra época, igual que los movimientos de mi amigo.

Desde pequeña tuve una fijación por lo antiguo, el pasado pareció siempre llamarme la atención. Puede ser debido al misterioso polvo que lo envuelve, o las experiencias no vividas por uno que crean preguntas en la mente de un curioso niño. Puede ser que este amor por el pasado haya logrado fortalecer el sentimiento de amor que le tengo a mi amigo imaginario, joven de diecisiete años que viste con un simple traje típico de los últimos años de los cuarenta. A pesar de lo antiguo que el traje es, este se ve impoluto y pareciera que ni el tiempo ni el uso lograron desgastar la tela con la que estaba confeccionado. Igual debo reconocer que mi amigo imaginario no ha cambiado mucho a lo largo de los años. Desde que el aprecio en mi vida ha sido siempre un adolescente, vistiendo el mismo traje, teniendo el mismo corte de pelo.

Recuerdo como si fuera ayer la primera aparición de mi leal compañero. Fue cuando yo era una niña de doce años, que luego de mudarse lejos de todos sus amigos, se sentía sola dentro de la enorme y vieja casa, adquisición nueva para mi familia. Los primeros meses logre ignorar aquella soledad investigando mi nuevo hogar. Cada mueble, cada caja, cada habitación, fueron revisadas por mí. En una de todas esas expediciones me tope con una habitación que nunca había revisado. Al entrar me estaba esperando mi amigo sentado encima de unas cajas.

- Hola niña... ¿cuál es tu nombre?

- Hola señor, me llamo Renata ¿Que está haciendo usted en mi casa?

- Señorita Renata, yo no estoy en tu casa- el joven me dijo riéndose con ternura mientras se acercaba a mi- estoy acá, dentro de tu cabeza- su dedo índice rozo mi frente, su tacto casi inexistente.

-¿Y cuál es tu nombre?

-Me llamo Nahuel, y soy tu amigo.

Una sonrisa se cuela por mi cara al recordar mi primer encuentro con Nahuel. Este es uno de los recuerdos que parece estar arraigado en mi memoria, imposible de olvidar. Luego de vivir cinco años con Nahuel como amigo me he acostumbrado tanto a su compañía que cada vez que estoy lejos de él siento que un pedazo de mi alma se despega de mí, creando una añoranza por el joven.

La canción se frena del golpe, dejando la habitación sumida en el característico silencio de la noche, un silencio que logra acallar los ruidos que este desee. Nahuel se aleja de la ventana y siento su cálido frío en mi espalda. Sus manos acarician mi pelo, haciendo que sus dedos se enreden en este. Me siento somnolienta y en segundos caigo en un profundo sueño.

Los rayos del sol se cuelan por las ventanas e iluminan la habitación con su cálida luz. Un libro que nunca he visto está apoyado en mi mesita de luz. Aun adormilada lo tomo entre mis manos y leo el titulo.

-El cazador en el centeno...-mis labios dicen las palabras sin que yo pudiera detenerlas. Era un buen libro, del comienzo de los años cincuenta, un clásico.

Nahuel, parado en el umbral de la puerta, me miro con su característica sonrisa ladeada. Se adentro en la habitación y se sentó al pie de mi cama, su peso hundiendo el colchón. Sus manos arrebataron el libro que yo tenía entre las mías y comenzó a hojear las páginas.

-Es un muy buen libro... ¿Lo leíste?

-Sí, es un buen clásico- cuando la última palabra se escapa de mi boca Nahuel no estaba más en la habitación, el único rastro de su presencia es el libro que esta a los pies de mi cama.

Abstraída me levanto de la cama y me encamino hacia un destino indefinido. Mis pies me llevan a una habitación sin que yo pueda manejarlos. Salgo de mi ensueño cuando me encuentro frente al cuarto donde conocí a Nahuel. Nostalgia era lo que sentía, una nostalgia hambrienta que deseaba degustar la dulce amargura de los recuerdos, del pasado.

Mi mirada se posa inmediatamente en un montón de cajas, las que mi amigo había usado como asiento cinco años atrás. Comienzo a rebuscar en ellas, buscando algo de lo que yo no era consciente. Mis dedos tocan el frío de un cristal y la tosca superficie de la madera. Agarro el marco, que contenía una foto, y lo observo con atención.

Un joven de mi edad estaba parado, vestido con un impoluto traje característico de la década de los cuarenta. Su pelo era oscuro con ondas, que no querían desaparecer a pesar de las grandes cantidades de gel que tenían encima. Sus ojos parecían vacíos de emoción alguna, contrastando con su sonrisa. Una sonrisa ladeada, la misma que yo tanto amaba.

Doy vuelta el marco buscando alguna pista que aclare mis dudas. Remuevo la foto de su revestimiento, ahora el viejo papel está desnudo entre mis dedos. La parte de atrás de la foto tiene dos oraciones garabateadas que lograron agitar mi respiración y ponerme los pelos de punta, mis ojos leyendo las palabras una y otra vez.

"Nahuel Fernández 17 años. 1948 Graduación"

Una fría mano se apoya en mi hombro, haciendo que me de vuelta. Una sonrisa ladeada estaba dándome la bienvenida, como siempre. Pero esta vez no logro transmitirme la alegría y cariño que solía hacer, logro transmitirme un desconocido y nuevo sentimiento. El miedo.

-¡Sorpresa, Renata! 

SoullesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora