33. Atardecer

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Dominic

Madison era un demonio disfrazado.

Era una pesadilla convertida en fantasía prohibida.

Oscura, maligna, tentadora.

Capaz de aniquilar al hombre que quisiera, incluso yo. Esa maldita mujer me volvía loco de rabia, y al mismo tiempo, me controlaba.

Era inteligente, hermosa y conocía el poder que ejercía. No creía que pudiera existir alguien como ella. Era la reina de cada juego. Tomaba lo que quería hasta quedar satisfecha, sin importarle lo que tuviera que hacer para cumplir sus objetivos.

— ¿Ya nos vamos? —preguntó frente al espejo del tocador que llenó de maquillaje y tonterías femeninas.

Esbocé una pequeña sonrisa. Hacía semejante pregunta cuando yo llevaba rato esperando a que terminase de arreglarse.

—Sí.

Coloqué un brazo debajo de la almohada para así obtener una mejor vista del espectáculo frente a mis ojos. Madison se bañó y ahora la tenía a mi disponibilidad cubriendo su idílico cuerpo en un vestido precioso que dejaba su espalda al descubierto.

Fue hacia una de sus maletas abiertas sobre un sofá pequeño y se inclinó para buscar algo. Tuve una contemplación magistral de su culo. Me mordí el labio, muy satisfecho. En el corto periodo que le tomó encontrar lo que buscaba, la admiré de los pies a la cabeza. Cada detalle.

Su espalda era tan preciosa, cada lunar que la decoraba, lunares que ya había besado.

Veintidós. En total tenía veintidós lunares en la espalda.

Joder, su pelo. Negro, reluciente y sedoso. Las puntas ya estaban por sobrepasar el nacimiento de su culo, me volvía loco de ganas por agarrarlo mientras la tenía de espaldas a mi disposición. Nunca me había considerado un hombre con fetiches de tal grado, hasta que ella apareció. Me estaba obsesionando con cada pequeña parte de ella.

La veía tan perfecta que empezaba a cuestionar mi propio criterio. Mi lado razonable me decía que no existía un ser perfecto más que Alá, pero cada vez que la veía dudaba de mis propias creencias y religión.

El vestido blanco se ajustó a sus curvas, realzando el prominente trasero y la cintura. Y por Alá, el borde casi le rozaba el culo. ¿Por qué toda su ropa era tan corta y pequeña? Podía asegurar que le faltaba mucha tela.

Un metro, más o menos.

Madison empezó a hablar cuando volteó hacia mí. Yo no la escuché. Miré incrédulo el par de tetas que el escote resaltó.

Increíble.

—Para de verme las tetas. No me estás prestando atención —se quejó.

Me acerqué a ella con una mirada crítica.

—Te gusta hacerme cabrear, ¿verdad?

— ¿Perdón?

—Sí, Madison, te perdono por usar un vestido que no terminaron de confeccionar porque se les acabó la tela. ¿Ya sabías te estafaron en la tienda donde lo compraste? Deberían vender la ropa ya terminada.

—Me veo guapa —se defendió. Giró hacia el espejo grande y sonrió encantada, haciendo poses dignas de una modelo—. Deberías dejar de quejarte sobre la ropa. Tan solo mírame, vas a ser la envidia de muchos.

—No confío en sus pensamientos si te ven. Tal vez si solo hubiera mujeres en la calle...

Me lanzó una mirada traviesa a través del espejo.

Rendirme a tu seducciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora