PREFACIO.

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El cuerpo que yacía a mis pies estaba inmóvil.

Me encontraba totalmente paralizada, no solo a causa del cuerpo que estaba tirado con los ojos horrorizados, sino porque sabía que había sido culpa mía lo que le había pasado.

Permanecí tanto tiempo ahí en silencio, mirándolo, esperando a que abriera los ojos, rogándole a todos los dioses que podía recordar, que lo despertaran.
Pero nadie escuchó mis plegarias.

De pronto se oyeron las sirenas, unos pasos que se volvían cada vez más fuertes y las voces de algunas personas allá afuera; y yo ni siquiera me di cuenta en qué momento mi cuerpo comenzó a correr, descalza, con el vestido casi destrozado y las lágrimas quemando mis mejillas; cuando finalmente me detuve, en medio del bosque, sollozando y adolorida, lo único que se escuchó fue un grito.

Un grito tan desgarrador y doloroso que podría cortar el viento.

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