La cruda realidad.
José María era un hombre de unos 35 años. Rostro cansado, ojeras y pesadez en el cuerpo. En su castaño cabello comenzaban a notarse prematuras entradas y canas, debido al estrés.
José María se encontraba actualmente en paro y encontró a su mujer poniéndole los cuernos.
No tenía hijos y apenas llegaba a fin de mes.
Una noche entrando al cuarto de baño, vio su reflejo en el espejo, ese que nos muestra lo que somos y no miente; y mientras se miraba pensó: “¿Merece la pena vivir?”
Abrió un armarito y tomó un par de pastillas. Salió a la calle y bebió, fue a bares y a clubes de striptease, fue por zonas peligrosas y se metió en un par de fuentes; ya nada le importaba.
Pensó que no le podía pasar nada malo. Que era inmortal. Que escapaba de las leyes de la física y los límites de la lógica y la razón.
Entró en casinos y apostó y ganó. Vivió una noche de locura. Como cada día desde hacía 15 años; lo que él no lo sabía.
Soy el hermano de José María; y nunca habíamos quitado ese espejo de su habitación en el psiquiátrico. La noche que lo hicimos, amaneció muerto. Se había suicidado, porque vio la cruda realidad.
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