Primera Parte (31-33)

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Si procuro describir esas cosas no es para revivirlas en mi infinita desdicha actual, sino para discernir la parte infernal y la parte celestial en ese mundo extraño, terrible, enloquecedor... el amor de la nínfula. Lo bestial y lo hermoso se juntaban en un punto, y es esa frontera la que desearía precisar. Pero siento que no puedo hacerlo por completo. ¿Por qué? 

La estipulación del código romano según la cual una niña de doce años puede casarse, fue adoptada por la Iglesia y aún subsiste, más o menos tácita, en algunas partes de los Estados Unidos. A los quince, el matrimonio es legal en todas partes. No hay nada de malo, digamos, en ambos hemisferios, en que un bruto de cuarenta años atiborrado de bebida se quite sus prendas empapadas en sudor y se acueste con su joven esposa. «En climas de temperaturas tan estimulantes y templadas como el de St. Louis, Chicago y Cincinnati (dice una vieja revista de la biblioteca de la cárcel) las niñas maduran poco después de los doce años de edad». Dolores Haze nació a menos de trescientas millas de la estimulante Cincinnati. No he hecho más que seguir a la naturaleza. Soy el fiel sabueso de la naturaleza. ¿Por qué, entonces, este horror del que no logro desprenderme?

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Lolita me contó cómo la habían pervertido. Mientras comíamos desabridas bananas harinosas, duraznos magullados y apetitosas papas fritas, die Kleine me lo dijo todo. Su relato voluble e inconexo fue comentado por más de una moue cómica. Como creo que ya he observado, recuerdo especialmente una mueca torcida sobre la base de un «¡Uf!»: la boca estirada como caramelo chirle, los ojos blancos, en una consabida mezcla de jocosa repulsión, resignación, y tolerancia ante la flaqueza infantil. 

Su asombroso relato empezó con una mención inicial de su compañera de tienda, en el verano anterior, en otro campamento, un lugar «muy selecto», como observó. Esa camarada («una verdadera holgazana», «medio loca», pero «una chica muy bien») la adiestró en diversas manipulaciones. Al principio, la leal Lolita se negó a decirme su nombre. 

—¿Fue Grace Angel? –pregunté.

 Sacudió la cabeza. No, no era ella, era la hija de un gran borracho. El pa...

 —¿Fue acaso Rose Carmine? 

—¡No, claro que no! Su padre... 

—¿Fue Agnes Sheridan, entonces?... 

Lolita tragó y sacudió la cabeza. Después tomó la ofensiva:

 —Oye, ¿cómo conoces a todas esas chicas? 

Se lo expliqué. 

—Bueno, algunas eran bastante malas en el colegio, pero eso no... Si quieres saberlo, se llamaba Elizabeth Talbot. Ahora va a una escuela privada, la muy presuntuosa... Su padre es empresario.

Con una curiosa punzada recordé la frecuencia con que la pobre Charlotte solía deslizar en su conversación pormenores tan elegantes como: «El año pasado, cuando mi hija partió en excursión con la hija de los Talbot...» 

Quise saber si su madre conocía esas diversiones sáficas. 

—¡Dios, no! –exclamó Lo, imitando temor y alivio y llevándose al pecho una mano agitada por un temblor falso. 

Pero yo estaba más interesado en sus experiencias heterosexuales. Lolita había ingresado en el sexto grado a los once años, poco después de trasladarse a Ramsdale desde el oeste. ¿Qué significaba eso de «bastante malas»?

 Bueno, las hermanas Miranda habían dormido en la misma cama durante años, y Donald Scott, el muchacho más bruto de la escuela, había hecho cosas con Hazel Smith, en el garage de su tío y Kenneth Knight –el más inteligente– solía exhibirse cada vez que se le presentaba la ocasión, y... 

LOLITA (Vladimir Nabokov)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora