𝐈. 𝐝𝐢𝐞 𝐭𝐫𝐲𝐢𝐧𝐠

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EVE
CAPÍTULO 1
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( die trying )

LA SEÑORA BARNNER ES Una mujer encantadora

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LA SEÑORA BARNNER ES Una mujer encantadora. Físicamente hablando no hay nada que la distinga entre un millón de mujeres de su edad. Vestida con una falda corta azul y amarilla, una holgada blusa blanca y unas sandalias cerradas de terciopelo negro, parece haber dejado de pensar en su atuendo mucho tiempo atrás. Con los años, los brazos y las piernas se le han hecho rollizos, y al ver los hoyuelos en sus rechonchas rodillas, las varicosas venas que le sobresalen en las pantorrillas y la carne flácida de sus antebrazos, fácilmente se la podría confundir con una de esas jubiladas que juegan al golf, una persona con nada mejor que hacer que recorrer los hoyos en un cochecito eléctrico y preocuparse por si consigue meter la pelota a tiempo para el desayuno especial. Pero esta mujer no tiene la piel bronceada, sino pálida, y en vez de gafas de sol (inútiles para un clima como el de Forks, donde llueve casi todo el año ) lleva unos prácticos lentes de montura metálica. Además, al mirar a través de los cristales de sus gafas, uno se siente atrapado en ellos. Atraen su calor y su viveza, su inteligencia y su atención, la hondura de sus silencios británicos. No hay que fijarse en el pelo corto y blanco, en las piernas regordetas ni en la ropa ordinaria. La señora Barnner no es una de esas profesoras chapadas a la antigua. Es la diosa de la sabiduría, y cuando uno la escucha, la ama hasta la muerte. Pero, después de un encantador monólogo de casi dos horas acerca de Shakespeare, de Chaucer y de cómo preparar correctamente un asado de salmón, mis pies, envueltos en las mismas gruesas botas de cuero que utilizo desde que tengo catorce años, y que resisten hasta el peor de los temporales de Forks, se escurren entre la marabunta de estudiantes como si tuvieran alas incrustadas en cada extremo.
La oficina principal del instituto de Forks no es más que una pequeña habitación excesivamente cálida, decorada con un par de de sillas plegables acolchadas, un mostrador amarillo chillón, alto y demasiado largo como para permitir el paso, que está lleno de papeles, bolígrafos, grapadoras y algún que otro folleto; una vasta alfombra moteada, y tres pequeñas mesas apenas a un metro por detrás del escritorio principal. Además, en la parte frontal de la pared principal hay un enorme reloj metálico, que carece de utilidad al llevar casi una hora de retraso, y que más parece un metrónomo, por el escandaloso ruido que hace. De entre las esquinas surgen varias decenas de plantas, repartidas entre coloridas macetas de plástico.
Sonja, la secretaria noruega y pelirroja a la que conozco desde hace unos dos o tres años, cuando se me presentó en el baño del tercer edificio mientras yo lloraba amargamente por el rechazo de Eric Yorkie, y que me aconsejó, con su robusto acento extranjero y su sonrisilla traviesa, que lo mejor era olvidarse de los hombres, y recurrir a las lecturas interesantes, las mujeres o los gatos; parece haberse marchado de la habitación. En cambio, una chica delgada en extremo, con rasgos pequeños y finos como los de un gato, me mira sonriente. Tiene ojos grandes y cejas delicadas. Su pelo es muy corto, de punta, y negro como la tinta. Su manera de andar es un trote grácil, veloz, propio de un corcel desbocado que, con tal gracia en sus movimientos, podría romper de envidia el corazón de un bailarín.
-No volverá hasta dentro de quince minutos, treinta si se come el sándwich que el director ha dejado para ella en su bolso. Estás aquí por lo del trabajo del señor Strophe, ¿verdad?-Mueve la boca muy deprisa, sin abrir apenas sus perfectos labios rosados, y lo dice todo con tal rapidez que casi no me da tiempo a asentir cuando ya está hablando de nuevo-Te he cogido la última solicitud. Soy Alice, tu nueva compañera de filosofía. Es un placer conocerte por fin, Briar. Nunca habíamos tenido la oportunidad de charlar un rato. Si quieres podemos quedar el viernes por la tarde para hablar sobre el proyecto. Estoy segura de que a tu madre no le importará que vaya a vuestra casa, ¡es muy simpática!-alarga su delicado y pálido brazo hasta mi, me entrega un taco de cinco o seis folios y toca suavemente mi piel con la yema de sus dedos en un descuido. No sé si es por mi siempre cálida piel, o por la suya, extremadamente gélida, pero ambas soltamos una pequeña sonrisa al notar el suave calambre que nos recorre-. Bueno, nos vemos a las siete. ¡Qué tu día sea inmejorable!-Me da un último vistazo y sale de la oficina moviendo de un lado a otro su desordenado cabello y contoneando las caderas.
Si soy sincera es, probablemente, la mujer más bella que he visto y que vaya a ver en mi vida. Tal vez por su nívea piel de porcelana, que encandilaría hasta al corazón más frío. Puede que sean sus ojos, brillantes, fogosos y peculiares, los que la hacen hermosa. Puede, incluso, que sean sus manos, pequeñas, suaves, delicadas y gentiles las que consiguen hacer de ella un precioso diamante. Aunque tampoco podría decir cual, de todos sus agraciados gestos, es más exquisito y pulcro, porque compruebo, con el más puro de los asombros, que no pienso en ella como en cualquier otro ser, sino como en algo sobrenatural o fantástico, un ángel caído del cielo, una náyade recién nacida de entre las aguas del océano, una ninfa creada para que la belleza sea vista y la mundanidad olvidada.
Durante la siguiente hora, no tengo otra opción que la de deambular tranquilamente por la biblioteca, toqueteando el lomo de algún libro que me llama la atención, mascando con suavidad las pequeñas porciones de chocolate que llevo siempre en mi mochila, y mirando a cada instante el delicado reloj de plata que cuelga de mi mano derecha, deseando con entusiasmo que llegue la hora del almuerzo.
Si tuviera que elegir, de entre todos los sucesos de mi día, cual es mi favorito, sin duda hablaría de esos escasos cinco minutos, cuando la cafetería todavía está vacía, los platos de comida intactos y solo mis propios pasos, los de Susan (la cocinera) y los de algún otro estudiante, recorren la amplia habitación. Cuando no hay gente chillando, correteando de un lado a otro ni brincando. Cuando la suave neblina encapota el cielo, y lo deja de un gris anodino, que apenas causa interés entre las escasa población de este, mi hogar. Cuando todavía la calidez de los estudiantes no crea desequilibrios en el inquebrantable frío que se cuela por las rendijas de las ventanas y los espacios de las puertas. Cuando todo está tranquilo y solitario. Pero nada es eterno, y después de la calma siempre llega la tormenta.
Para cuando el estridente zumbido nasal del timbre suena, guardo uno de los libros que llevo hojeando durante un rato, saco mi monedero del fondo de mi bolso, y me encamino hacia la cafetería.
El instituto de Forks, hogar de los espartanos, como bien proclama el cartel de la entrada, cuenta con un censo aproximado de más de trescientos alumnos. De esos casi cuatro centenares de personas, diariamente, unos doscientos estudiantes aparecen frente a las puertas del comedor y se reparten entre más de veinticinco mesas, donde se pasan sus largos cincuenta minutos de descanso comiendo, charlando y disfrutando de su escasa y pasajera libertad. Yo, en cambio, paso mi almuerzo en una especie de banquillo. Es cuadrado, más largo que ancho, de un color verde sucio inmejorable, y extremadamente incómodo. La mesa es tan estrecha, que apenas los bordes de la bandeja de comida se mantienen dentro; tiene alguna que otra letra garabateada a rotulador, y más de un rayajo, producto de unas llaves puntiagudas, o unas tijeras extraviadas entre los folios de mi bandolera. Viéndolo así, esa mesa puede que sea la peor de todo el Estado de Washington, y, sin embargo, tiene algo que me impide buscarme otro sitio. Puede que sea un detalle tan sentimental que solo tenga sentido para mí, pero eso ya me parece suficiente.
Dan las una de una manera pausada, acompasada y respetable. Me da tiempo de comprar un plato de macarrones con queso, una botella de agua, un zumo de manzana y una porción de tarta de chocolate. Como sin prisas mientras leo el primer capítulo de 'El cuento de la criada', ojeo una revista de moda de hace un par de meses, e intercambio un par de palabras con Zenda, una chica de origen persa que apenas sabe hablar inglés, pero que siempre se sienta a mi lado en el almuerzo. Poco después, guardo mis cosas en mi bandolera, recojo la bandeja, y me levanto pesadamente. Un grupito de chicas me saludan por el camino. No recuerdo sus nombres, aunque sé que compartimos varias clases, tampoco me sé el de los chicos que me sonríen cuando me acerco a la papelera, sin embargo, con rapidez reconozco los curiosos ojos de Alice detrás de ellos. Ella gira la cabeza hacia el trío que la acompaña y parece decirles algo, pero no estoy muy segura, pues no escucho ni una sola palabra . Vuelve a mirarme. Sonríe, da un paso adelante y hace un movimiento extraño con sus manos.
-Briar, supongo que no conocerás a mis hermanos, ellos son Emmett, Jasper y Edward.
De los tres chicos, apenas reconozco de vista a uno. Es enorme. Tan alto que seguramente deba agacharse al entrar por algunas puertas, tan fuerte que podría levantar un coche con una sola mano, y tan hermoso que no llego a comprender cómo es posible. Su pelo es casi más oscuro que el de Alice, e igual de desordenado. Su piel, lisa y nívea, parece de otro mundo. Y sus ojos, de un color miel brillante, me dejan asombrada. A su lado, un chico de postura firme y mirada esquiva, es unos cuantos centímetros más bajo y más delgado, pero, desde luego, muchísimo más atractivo. Su pelo, ondulado y de un rubio muy claro, cae justo por encima de su cuello. Tiene la piel igual de pálida que el mármol, salvo por la zona bajo sus ojos, donde destaca un fuerte color púrpura que, al mezclarse con el negro de su iris, lo hace más misterioso e interesante que cualquier otro alumno del instituto. El último, y el menos interesante, es desgarbado, poco musculoso, de pelo desordenado y cobrizo, y piel pálida y ojerosa, como sus otros hermanos.
-No, no los conozco, pero es un placer-. Sonrío, muevo mi pelo hacia un lado y sujeto con fuerza el asa del bolso que cuelga de mi hombro. Miro mi reloj. Faltan un par de minutos para que empiece mi próxima clase-. Bueno, se me hace tarde, debería ir yéndome, ¡ya nos veremos!
Suelto la bandeja al lado de la papelera.
Emmett, Jasper, Edward y Alice se despiden con un asentimiento mientras yo me alejo rápidamente.
Nada más entrar en la clase de Biología, sé que llego tarde. Todos mis compañeros están ya en el aula. El señor Molina me dirige una mirada furtiva y un movimiento de cabeza mientras habla con otra chica.
Cuando me acerco a mi mesa, Josh, mi pareja de laboratorio, lee tranquilamente una especie de poemario. Al verme, aparta su abrigo de mi asiento, se apretuja contra la ventana y vuelve a desaparecer entre las páginas de su libro.
La chica que hablaba con el profesor, se acerca a la mesa de al lado sin levantar la vista del suelo. Tropieza con un par de libros que alguien ha dejado tirados en el suelo. Se deja caer sobre el taburete más a la derecha y suspira. Entonces, me fijo. Uno de los chicos de la cafetería está a su izquierda, muy cerca de mí. Solo nos separa el pequeño pasillo entre su mesa y la mía.
Está sentado en el borde de la silla, inclinado en dirección opuesta a la de la chica. Tiene la cara encogida en una mueca extraña. Su espalda, rígida como una tabla, se contrae en un suspiro, y todos sus músculos se marcan. Su mano izquierda se crispa en un puño a la par que se aprieta contra el muslo. Se gira hacia mí y me echa un vistazo. Su cabello es de un rubio tan blancuzco que casi se confunde con el color de su piel. Sus ojos oscuros me dan una mirada furibunda y apartó la mirada. Hermoso sí, pero espeluznante.
Por desgracia, la clase versa sobre el reino celular, un tema que no he dado, que no quiero dar, y por el que no siento ningún tipo de interés. A mi parecer, la biología es, con seguridad, la más fea de las ciencias. Con sus palabrejas innecesariamente largas y sus esquemas de colores. Sus extensos apartados que siempre incluyen cosas incoherentes y enrevesadas.
Durante la hora de clase, el señor Molina balbucea sobre algo a lo que llama Xenacelomorfos; subraya en la pizarra con distintos colores la palabra "gusano", y dibuja una especie de berenjena aplastada cortada por la mitad, que, llena de flechas y palabras, menciona que hay que saberse. Lo copio todo en un folio suelto que, probablemente, perderé antes de llegar a casa.
Vuelvo a observar mi reloj por quinta vez en el último minuto y repiqueteo mis uñas contra el tablero de la mesa. Veo al hermano de Alice moverse por el rabillo del ojo y resoplo. Su presencia es inquietantemente extraña. Me aturde y me pone nerviosa; me produce una especie de rechazo que no llego a comprender del todo.
En el mismo momento en el que voy a quejarme, el timbre suena. Me levanto de un salto y, justo cuando voy a cruzar la puerta detrás del chico de la cafetería, el señor Molina me detiene. Se mantiene en silencio durante un par de segundos, esperando a que se vacíe el aula.
-Briar, sé que no es habitual que los profesores hagan cambios dentro de los grupos de trabajo-menciona-, y menos en mitad de la evaluación, pero me temo que la situación lo amerita. Como habrás notado-mientras yo cierro la puerta de la sala, él se sienta sobre su mesa y tose un par de veces-, al principio de la clase estaba hablando con tu compañera, Melinda. Sufre un grave caso de fobia social, y su pareja de laboratorio, Jasper, solo consigue incentivar su timidez, por lo que he decidido que lo mejor para todos sería intercambiar vuestros lugares. En la próxima clase tú te sentarás con Jasper y ella con Josh.
-Sí-murmuro. No me importa realmente el cambiar de pareja, pero no es difícil trabajar con Josh, y ya nos hemos acostumbrado el uno al otro mientras que con Jasper, bueno, no parece que hayamos empezado con buen pie-. Por mí, no hay problema-miento.
El señor Molina sonríe. Su rostro se vuelve un amasijo de arrugas, la piel trigueña de sus mejillas su colorea de rojo y sus ojos negros se estrechan en una fina línea.
De forma bonachona me abre la puerta, se despide y me desea buena tarde.
Mi próxima clase es dibujo técnico. La señorita Johnson imparte esa clase. De semblante sofisticado y elegante, viste siempre sobria y sencilla. Parece conformarse con ser discreta y comedida en público. Es una mujer sonriente por naturaleza. Afable y dulce, siempre te lanza un simpático 'buenos días' en cuanto atraviesas la puerta al entrar a su clase. Me alegra que mi última hora sea la suya.
-Un placer volvernos a ver a todos una semana más-ríe-. ¡Vamos a empezar, jovencitos, que hay que tratar muchos asuntos en el día de hoy!
Durante los primeros veinte minutos, habla acerca del próximo examen, de sus contenidos y de cómo deberemos de realizarlo. Continua con un prolongado monólogo en referencia a las actividades extracurriculares, que se podrán presentar como apoyo a la nota. Al cabo de cuarenta minutos seguimos sin haber hecho nada más que escucharla hablar, y no es hasta que faltan diez minutos, cuando nos manda un ejercicio de perspectivas, que nos avisa, se entregará la semana próxima.
-Recuerde, señorita Rodríguez: "mesa despejada, mente despejada".
Las manecillas del reloj tocan las cuatro, y poco después se escucha, de modo agudo y grotesco, con impertinencia y sin desasosiego, la alarma. Los altavoces dan una última, larga y sonora campanada, que vibra durante algunos segundos en el aire silencioso. Después, como una explosión de calor y vida, pasillos, aulas y despachos se convierten en un trajín de mochilas, papeles, bolígrafos, gritos, o llamadas telefónicas. Mi clase se vacía antes de que pueda parpadear. Y, para cuando me doy cuenta, ni siquiera mi profesora sigue aquí. En los corredores no queda nadie tampoco.
Camino con rapidez de vuelta hacia la oficina principal.
Al entrar, la cálida salita está casi tan desierta como todo lo demás. Hay tres persona: Mary, la más antigua de las secretaria; Edward, el otro hermano de Alice; y una chica bajita, extremadamente delgada, pálida como cualquier habitante de Forks, de cabello marrón oscuro y ondulado, y con un gusto por la moda pésimo. Está justo delante de mí. La esquivo y me dirijo hacia una esquina. Allí dejamos muchos nuestras cosas.
El chico, Edward, se agacha sobre el escritorio mientras habla con Mary. Ella le dice algo sobre no poder hacer nada al respecto. Él se gira y, con una actitud envarada y pomposa, se despide. Apenas a un metro de distancia, cruza una fugaz mirada conmigo. Me ignora, pero, de todas formas, veo en sus ojos una expresión displicente que me vuelve a hace sentir incómoda. Rodea a la castaña y sale dando un portazo. Cansada, agarro el casco de mi moto. Les sonrío a ambas mujeres cuando estoy en la puerta, y me marcho.
Ha dejado de llover, pero el viento es mucho más frío y sopla con fuerza. Me cierro la cazadora en cuanto estoy fuera.
Recorro el sendero de piedra que conduce a la entrada.
En el parking quedan aún unos cuantos coches. Un monovolumen rojo se alza colorido entre todos los demás. Cuatro o cinco metros más allá, un Volkswagen azul se pega a un pequeño Fiat gris. En uno de los laterales, un flamante Volvo llama mi atención. Y al fondo, donde no hay nada más que arboleda y cesped, y el bosque empieza a surgir, mi moto me aclama a gritos silenciosos.
Casi en un par de zancadas, estoy sentada sobre el asiento, notando el motor rugir a mi alrededor, tan contento como yo de que el día se haya acabado.
Al llegar a casa, mi hermana pequeña me recibe en la puerta con un cariñoso abrazo. Tiene la cara y las manos llenas de harina. Me mancha los vaqueros y sale corriendo hacia la cocina entre risas.
-¡Te vas a enterar, pequeño monstruito!-Le grito. Suelto mi mochila y el casco en la esquina de la entrada, con los pies le doy un golpe a la puerta, la cierro de un portazo, y echo a correr.
Ella y yo nos parecemos mucho. Nuestra piel es atezada, de un cobrizo muy brillante, sin pecas ni lunares. Nuestros rasgos tienen esa expresión salvaje que siempre he admirado de mi madre: la fuerza, la astucia y la fiereza. Su pelo es fusco, rizado y muy corto, en cambio, el mío es amarronado, ondulado y me cae justo por debajo del pecho. Nuestros ojos son de un verde tan pardo que se confunden con el castaño; soñadores y llenos de fulgor, ven el mundo entre los aleteos de unas largas, espesas y rizadas pestañas. Y es que, realmente, lo único que nos diferencia es la edad: yo tengo diecisiete, ella ocho.
Su risa vuelve a resonar por toda la casa.
Al llegar a la cocina, me paro. Hay platos por todas partes. La habitación se encuentra consumida por un desastre de cualidades épicas. El color claro de las paredes se ha visto teñido por un extraño tono grisáceo que comienza cerca de la vitrocerámica. Un cartón de leche abierto está tirado en la tarima. Hay harina por todas partes, y cáscaras de huevo hasta en las cortinas del ventanal. Un par de platos descansan sobre la pila de mármol; una cacerola está sobre el suelo, colocada al revés, justo frente al horno y los fuegos; la otra descansa en mitad de la encimera. Veo una sartén llena ketchup y huevos medio rotos. El microondas desprende un fuerte olor a quemado, pero muy dulzón.
Sam salta como loca de un lado otro, al ritmo de la estridente música que suena. Mamá, desde el otro lado del comedor también se ríe, y mueve las caderas en un balanceo suave. Me acerco a ella, le doy un beso en la mejilla y le pregunto:
-¿Qué es lo que está pasando?
-Queríamos cocinar algo de cena para cuando tu vinieras-grita por encima de la música-, ¡pero se nos ha ido de las manos!-se deleita con la situación. La canción cambia y ella empieza a menear la cabeza de una forma graciosa-. ¿Qué te parece si pedimos una pizza?
-Si, bueno-me jacto-, tampoco es que tengamos muchas más opciones por el momento, mamá.
-¡Vamos, Briar!-aulla Sam. Baila hacia mi con los brazos estirados, dando vueltas y vueltas en todos los sentido. Cuando llega a mi lado, la música vuelve a cambiar. Me sujeta de las muñecas y me arrastra hasta el centro de la pista de baile-. ¿Es que te estás haciendo vieja y ya no puedes seguirme el ritmo, hermana?
-Samantha Grace Sand, ¿no será eso una apuesta, no?



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⏰ Última actualización: Feb 23, 2019 ⏰

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𝐄𝐕𝐄 • 𝐣𝐚𝐬𝐩𝐞𝐫 𝐡𝐚𝐥𝐞 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora