Vivo con mamá en Salto León, lugar célebremente conocido por la desaparición de niños.
Nuestra casa queda apartada del pueblo, en una esquina rodeada de descampado. Para llegar hay que cruzar un puente, el único del poblado, que separa nuestra casona de las demás. Desde el puente, quien levante la vista alcanzará a divisar el pórtico de madera donde aguardan los clientes de mamá. Y quien entre en la casa, advertirá la superposición de negro y carmesí que domina el lugar. Negro el mobiliario antiguo y la escalera, carmesíes las cortinas y el empapelado que se extiende por la sala, sube al primer piso y dobla en el pasillo.
Al final del pasillo, un espejo, y frente a él una mesita con las herramientas de trabajo de mamá. Runas, velas y un cascabel.
Mamá ejerce su don desde que tengo memoria. La gente desfila por nuestra casa buscando conocer el futuro, destrabar dificultades o propiciar encuentros amorosos. Alguna que otra vez la convocaron para ocasionar daño y mamá, por supuesto, se negó. Sus dones nada tienen que ver con lo oscuro y diabólico, solamente con el bien. Así, creo, ha conservado un porte sereno a través de los años.
Por eso, esa mañana no entendí qué le sucedía. Algo la tenía perturbada. La observé desayunar con la mirada perdida; le temblaba el pulso. Cuando pregunté, evadió la respuesta. Vi desesperación en sus ojos, quería ocultar lo que pasaba, así que opté por callarme.
Llamaron a la puerta. Ella miró con recelo a través del cortinado. Sin decir nada me dispuse ayudarla para que nadie tomara conocimiento de su situación. Atendí al llamado diciendo que había enfermado y hasta tanto se recuperara, no atendería.
Me hice cargo de los quehaceres cotidianos y ella se recluyó en el cuarto.
Una noche, después de servirle la cena en el dormitorio, la escuché hablar. Parecía dialogar con alguien. Oí ruegos y llanto. Pero en su cuarto no había nadie. Al rato salió y se puso a encender velas que distribuyó por toda la casa mientras recorría el pasillo agitando el cascabel. Así lo hizo por varias madrugadas, hasta que me acostumbré a sus marchas nocturnas.
Su estado no mejoró. Una mañana me levanté cansado de no saber, de no entender qué le pasaba, con quién hablaba. Caminé decidido hasta su cuarto. La encontré dormitando, rodeada de amuletos y velas. Cuando entré abrió los ojos.
—¿Qué está pasando, mamá? ¿Cuándo me vas a contar?
Ella fijó la mirada en el cortinado y guardó silencio.
—¿Con quién hablás de noche? Te escucho llorar.
Seguí sin respuesta.
—La gente me pregunta qué te pasa. Ya no sé qué decir.
Se puso pálida y ante mi insistencia, volvió el rostro para mirarme. No era en absoluto el semblante sereno que yo recordaba.
—Elián... Creo que vos pensás lo que la mayoría sobre mis dones. Que son habilidades naturales con las que uno nace, que de chico las va descubriendo y las desarrolla –hablaba pausado, como si quisiera dilatar su confesión—. No es así. No son habilidades innatas, sino habilidades que uno pide.
Empecé a sentir frío.
—Poderes que alguien te da, que no siempre usé para el bien —continuó.
—¿Cómo... que alguien te da?
—Una amiga me habló de esto cuando era chica. Me dijo que tenía que pararme frente al espejo a las tres de la mañana, decir "Samael, Samael, dame tus poderes, te seré fiel" y enseguida aparecería un hombre de galera al lado de mi cama, para que yo pidiera. Pensé que era un juego. Yo no sabía, te juro que no sabía a quién le estaba pidiendo...
El corazón se me aceleró.
—Anoche, cuando me acosté, ni bien apoyé la cabeza en la almohada, se me puso la piel de gallina. Sentí una brisa helada y supe que iba a aparecer. Lo sentí debajo de las sábanas, acariciándome el cuerpo. Me dijo que yo no le había pagado del todo.
Una mueca horrible le cruzó el rostro y su mirada se tornó ausente, como si estuviera en trance.
Me quedé a acompañarla. Le hice un té de pasionaria y la acuné en mi regazo. Cuando me levanté para irme me tironeó de la manga. Entonces acerqué el oído: -El hombre de galera va a venir a buscarme –dijo.
Los días que siguieron me convencí de que había perdido el juicio. Se comportaba como una nena y cuando le hablaba hacía pucheros. La acompañaba en el cuarto hasta que se dormía y tenía que cantar o leerle algo.
No perdió la actitud infantil pero con el tiempo cesó la paranoia y se le borró la mueca de terror del rostro.
Pasó un mes. Hoy es 13 de abril, domingo de resurrección.
Me acaba de despertar el sonido del cascabel.
Miro hacia el pasillo. Hay una figura humana en mi puerta
–Mamá, andá a acostarte —digo.
La figura me mira de frente y gira la cabeza señalando el cuarto de mamá. Lleva una galera.
Me quedo con la boca abierta sin emitir sonido. Quiero gritar pero no me pasa aire por la garganta. Me atan la lengua como tantas veces me ha pasado en sueños. Como puedo me incorporo y camino hasta el pasillo tambaleándome. Entro en su dormitorio sabiendo que él está ahí. La veo acurrucada en el piso. Me arrodillo a su lado respirando agitado.
—Mamá –le susurro al oído—. Cuando me contaste el secreto dijiste que "no habías pagado del todo"; o sea que una parte sí, ya la entregaste.
Ella asevera haciendo pucheros.
—¿Qué fue lo que entregaste, mamá?
—Niños.
La sangre me abandona las extremidades. Ella deja la posición fetal y se incorpora rápido para sostenerme.
—Él busca inocentes, Elián. Él los pide, siempre ha sido así, desde el principio de los tiempos. La razón de que desaparezcan tantos niños en el mundo. Como ya no hay niños que ofrecer, vino a buscarme a mí.