Plazas

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                                                                                        "A partir de ahora no viajaré más que en sueños."

                                                                                                                                Julio Verne

Plaza de Mayo, piensa el senador Alvarado mientras intenta esquivar las palomas, no es un buen lugar para despejar la mente después de todo.

Si algo tiene una plaza, se ve obligado a reconocer, son fuentes de distracciones. Distracciones que, aunque bien podrían ayudar a poner la cabeza en blanco, resultan solo molestas y desagradables.

Luis Alvarado no va nunca a la plaza. Tal vez porque quiere evitar ser perturbado por esas cosas; los insoportables chicos que corren de un lado a otro, las parejas—realmente desagradables—que ni siquiera tienen la decencia de guardar un poco de pudor, los vendedores ambulantes que ofrecen mercaderías en forma de palabras inentendibles. La plebe en todo su esplendor, diría entre risas repetidamente a sus amigos.

No, Plaza de Mayo definitivamente no es el lugar donde un hombre con la altura y cargo de Alvarado debería estar. Además, hace calor. Tampoco sabe qué fue lo que lo atrajo a ella. Quizás el mero deseo de tomar un poco de aire fresco—si es que se puede considerar fresco—y desahogarse del pesado ambiente y la atmósfera de las reuniones del Senado. De liberarse de sus insufribles compañeros de partido, a los que no tolera pero con los que debe fingir simpatía.

Tendría que tomarse unas vacaciones, resuelve pensativo. De todas maneras, hace tiempo que tiene ganas de volver a Francia. Podría visitar el Arco del Triunfo, la Torre Eiffel, Notre Dame... Alvarado recuerda también que le había gustado Plaza de la Concordia, en una época llamada Plaza de la Revolución, donde en su momento habían sido ejecutados Luis XVI y luego su mujer, María Antonieta, y miles de desgraciados habían sido guillotinados. Sí, definitivamente debía arreglar unas vacaciones.

Al ver que la temperatura no hace más que subir, Luis decide que no aguantará ni un minuto más allí, rodeado de toda la sudorosa muchedumbre. De todas maneras, estará mejor en su casa, con aire acondicionado a dieciséis, y mirando televisión lo que queda del día. Nadie lo extrañará en el trabajo. Así que para un taxi—ni se le pasa por la cabeza amontonarse en el hediondo colectivo—y le indica su dirección.

Cuando el auto frena frente a su casa, el senador se percata de que el hombre tras el volante le da una buena mirada a su hogar. La vida en la política es dura, pero da buenos frutos y permite vivir con ciertos lujos y comodidades. Paga con el cambio justo y se baja.

Al entrar a su hogar agradece la paz que encuentra; Luis, María Teresa y José están en el colegio a esas horas, y la bebé debe de encontrarse en la guardería. Con una sonrisa, prende las luces, los aires y la televisión y se sienta en el sillón del living.

Ahora tiene que pensar qué hará con el Senado; hace semanas que aparenta estar de acuerdo con las decisiones de su partido, a pesar de que secretamente espera la hora en la que todo se venga abajo y poder arreglar algo mejor. Decide que lo más conveniente es seguir haciéndose el tonto como hasta ese momento. Siempre le ha funcionado.

Con el resto de la mañana libre, se dedica a vagar por su casa sin rumbo aparente. De la cocina al baño, del baño al cuarto, de su cuarto otra vez a la cocina. Cuando cree que es un buen momento para darse una ducha, llega un mensaje a su celular. Es de Antonia.

Llego tarde hoy. Salgo con unas amigas.

Luis sonríe, pero no hay alegría en ese gesto. Otra cosa en lo que debe seguir haciéndose el tonto. El senador sabe, desde hace años, que su mujer lo engaña. Repetidas veces. Y, sin embargo, Alvarado lo permite por el mero hecho de que hacer algo al respecto supondría salir de la comodidad a la que está acostumbrado.

Eso es todo. Se irá de vacaciones. Con esto ya decidido, llama a un taxi y resuelve que lo primero que debería hacer es ir a ver a su asesor, para que arregle las finanzas. Una vez dada la dirección, se recuesta en el asiento trasero del auto y se permite cerrar los ojos.

Sueña que está en París, que ya no se encuentra más en Buenos Aires y por fin puede relajarse. Y mientras sueña, el viaje en taxi se le hace largo. Alvarado, en el umbral entre el sueño y la vigilia, sigue siendo consiente del suave roce de las ruedas del auto sobre el pavimento, que se vuelve cada vez más brusco—tal vez a causa de los baches que no arreglan.

El vehículo sigue y sigue moviéndose, y Luis, aún sin abrir los ojos, se permite descansar un poco más. Sigue y sigue. A esa altura, ya debe de estar llegando, pero al senador el camino se le hace mucho más largo. Tal vez han pasado horas, pero no puede decirlo con seguridad. Muchas calles son dejadas atrás, mientras el taxímetro sigue marcando. Luis se deja llevar completamente por el sueño, con la esperanza de que este haga más ligero su paseo por la ciudad.

Cuando el somnoliento senador comienza a preguntarse cuánto tiempo lleva viajando, el vehículo se detiene abruptamente, sacándolo de su letargo y despertándolo de repente.

Unas manos lo agarran del traje y lo jalan fuera del coche con brusquedad.

Luis apenas tiene tiempo de ver quién es el chorro que lo agrede tan violentamente. Se cubre los ojos con la mano, en un intento de que la luz del sol no le empañe la visión. Otras decenas de manos lo sujetan con fuerza, y lo obligan a dar unos pasos.

Al principio, el senador cree que está otra vez en Plaza de Mayo. Sin embargo, se ve rodeado de gigantes edificaciones muy distintas—más elegantes, más sofisticadas—y no logra distinguir nada que le asegure que allí se encuentra, a pesar de que ve el cielo sobre su cabeza.

No obstante, el paisaje le es familiar.

—¿Qué está pasando acá? —pregunta temeroso, pero su voz se pierde en el griterío de la gente.

¡Cómo grita la gente! Luis observa a la acalorada multitud, y se da cuenta de que muchos lo miran a él. ¡Muerte a Luis XVI! exclaman con fiereza, y aunque el hombre sabe que no es español, logra entenderlo perfectamente.

—¡Muerte a Luis VXI!

Luis no dice una palabra, porque se encuentra mudo por la impresión. Sabe que no serviría de nada decirle a la gente que él es Luis, pero no ese Luis.

Quieren arrancarle la chaqueta del traje, y el senador se resiste hasta que, con sorpresa, se da cuenta de que no es su carísimo traje lo que lleva puesto, sino algo totalmente distinto a lo que no sabe darle nombre.

—Tiene que despojarse de su hábito—le dice un hombre a su derecha, y aunque al principio el Alvarado se niega, no le queda más que obedecer.

Le atan las manos tras la espalda y lo sujetan con fuerza. Luis tiembla pero no dice nada. Comienzan a molestarle los tambores que tocan sin descanso, y pregunta si es necesario que lo hagan. No lo saben.

Luis Alvarado es consciente de que ya no se encuentra más en Plaza de Mayo. ¡Cómo extraña en ese momento los vendedores ambulantes, las desagradables parejas y los chicos maleducados! No, no es Plaza de Mayo.

Luis recordaba apenas la Plaza de la Concordia de su último viaje a París. Ahora, todos los detalles parecen volver a su mente. Pero esta no es la Plaza de la Concordia, ya no—es la Plaza de la Revolución.

—¡Muerte a Luis XVI!

El senador alza la mirada, entre las personas que lo empujan, decidido a probar que no es más que un sueño, que sigue en el taxi, que pronto despertará en casa de su asesor para arreglar sus vacaciones. Pero no lo consigue.

Y es,en ese momento, cuando ve la guillotina.    

El condenado (y otros cuentos)Where stories live. Discover now