Bellavista

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Bellavista

El pueblo despertaba un día más, con la luz del alba, cuando los mineros abandonaban sus casas para adentrarse en las entrañas de la Madre Tierra en busca de su sustento, el carbón.

Iban fielmente acompañados por el canto de los gallos, tan madrugadores como ellos y deseosos de atención.

Una a una las ventanas de las casas se abrían dejando ver floridas cortinas y cuadros de coloridos paisajes. Las flores, geranios, petunias, caléndulas de mil y un amarillos diferentes, dalias, alegraban la estampa que oscurecían los sombríos tejados de negra pizarra.

En pleno mayo se encontraban, y los jóvenes deseosos de libertad, habían decidido convertir cada huelga en una juerga, llenando las pintorescas calles de su villa con su risa y su alegría haciendo despertar la melancolía de los muchos ancianos que sentados en sus porches, los veían pasar, recordando con ellos su propia juventud, tan lejana, casi olvidada.

Mientras tanto, en la mina, los trabajadores se atrevían adentrarse más y más en lo profundo de la Tierra, desesperados por encontrar una nueva veta de la que poder sobrevivir. El más joven de todos, poseedor de una vista de lince y un olfato digno del mejor sabueso, volvió a salvarlos hallando lo que tanto habían buscado. Otro día más, su trabajo estaba asegurado.

Trabajaban duro y lo hacían con buen ánimo, pues la hora de la comida se hallaba cerca. Ese momento, que tanto deseaban, se acercaba tras cada golpe de sus picos.

Pasado el mediodía, las calles se volvían a llenar de vida. Los mineros volvían a sus casas, entonando canciones alegres, en busca de un buen potaje, y sobretodo de calor del hogar, que tanto añoraban en aquel oscuro y lúgubre pozo.

Tras su breve descanso, todos volvían al trabajo, temerosos, con la incertidumbre de no saber si esa sería la última vez que vieran su hogar, y a sus familias.

Dejaban entonces, en manos de los jóvenes, el cometido de dar vida a cada recoveco de aquel pueblo de montaña lleno de flores silvestres, en una amalgama de colores diferentes, y pajarillos, muchos pajarillos.

La juventud, con sus locuras, mantenía viva la llama de la esperanza que Bellavista perdía cada vez que un suceso terrible tenía lugar en la mina. Solo ellos, esos jóvenes rebosantes de vitalidad, podían alegrar el corazón triste de un pueblo que había perdido demasiados vecinos, demasiados seres queridos.

La noche caía implacable sobre la villa, devolviendo sanos y salvos, una vez más y gracias a Dios, a los hombres que sostenían con el sudor de su frente los pilares de la comunidad. Ellos mantenían en pie el trabajo que sus ancestros habían hecho a levantar Bellavista piedra a piedra, con sus propias manos.

La luz huía una vez más, dejando paso a la apacible calma de una noche de primavera.

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⏰ Última actualización: Aug 27, 2014 ⏰

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