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SEPTIEMBRE.

    Todos piensan que es un mes de clausura, que llega el final del verano, y aunque tengo que estar de acuerdo, también creo que es mucho más que eso. 

    Con cada final, siempre hay un nuevo comienzo. Septiembre significa despedidas, pero también el principio de un nuevo año. Si cierras los ojos y respiras profundamente casi puedes oler el nacimiento del otoño, que todavía está lejos pero que se cuela entre los soplos de aire, entre hojas que empiezan a caer y en el barro que se forma detrás de cada tormenta.

    El primer viernes de septiembre de aquel verano quedaron inauguradas las fiestas del pueblo. La ceremonia tuvo lugar en el Ayuntamiento, como dicta nuestra tradición. La nueva alcaldesa dio el típico discurso y luego explotaron en el cielo los fuegos artificiales. La orquesta, un par de músicos mediocres, lideraron a la multitud por un recorrido que ellos mismos se inventaron, pero que culminó en la pequeña plaza de la iglesia.

    Cada grupo llevaba puestas sus propias camisetas, de diferentes colores; nosotros, los del Komando, vestíamos de azul y morado, mientras que los Deviados se habían decantado por el amarillo. Desde fuera estoy seguro de que parecíamos un arcoíris de pura alegría y júbilo.

    Fue la primera vez que vi a Remy desde la noche de la conversación. No había salido mucho de casa los últimos días. Probablemente se sentía miserable y cansada, deseando que todo aquello acabara para poder regresar a la ciudad. Su chico había roto con ella, o eso me había contado Kimberly una tarde que me acompañó hasta el Komando a por un cigarro.

    —¿Sabes? —me dijo después de haber soltado la noticia—. Pasaron la tarde juntos en su casa, y luego él se fue. Cuando Remy subió a su habitación, vio una nota que él le había escrito. El gilipollas ni siquiera pudo romper con ella en persona. Menudo cobarde.

    En ese momento había sentido cómo se me caía el corazón a los pies. No fue una sensación agradable. Mi estómago estaba vacío y de pronto, en cuestión de segundos, algo pesado se había caído dentro, muy dentro, demasiado cerca de la culpa, pero con otro sabor. Tal vez lo que sentí fue lástima por ella.

    —¿Está bien?

    No pude evitar la pregunta. Mi voz sonó sincera.

    Recuerdo a Kimberly encogiéndose de hombros.

    —Estaba llorando en su cama cuando la encontré. Traté de convencerla para que bajara al bar con nosotros, pero me dijo que estaba cansada y que prefería dormir. No la he visto desde entonces.

    Conocer la historia fue mucho peor. Realmente le habíamos fastidiado su verano. Todos nosotros: desde Becky, Cameron y los demás, pasando por aquel chico que vivía en otro pueblo, hasta llegar a mí. No hay nada peor en el mundo que saber que alguien no quiere volver jamás, y todo por nuestra culpa.

    Así que aquella tarde del viernes me bebí la cerveza de un trago mientras la observaba bailar en la plaza. Sus labios se curvaban en una sonrisa, pero tenía la mirada apagada, como vacía. Tuve que obligarme a dejar de mirar.

    La oscuridad se fue comiendo al cielo hasta que por fin llegó la noche. Conservo algunos recuerdos borrosos donde nos veo bebiendo parte del alcohol comprado, riendo y jugando como lobos bajo los adornos que habíamos colgado del techo. Luego estuvimos disfrutando de la música de la plaza y, en algún momento entre las dos y las tres de la madrugada, acabamos tomando una calle que subía hacia la zona de las bodegas.

Blackjack [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora