Aquel día amaneció como otro cualquiera. La luz del sol comenzaba a filtrarse entre las rendijas de la persiana cuando noté el despertador en el reloj de mi muñeca, era la misma hora de siempre. El desayuno fue como todos los días. Salí de casa con la mochila a la espalda.
Al abrir la puerta pude sentir el aire fresco de la mañana en la cara. Era la sensación que más me gustaba de las mañanas de primavera; la brisa que se unía a la luz suave de la calle al amanecer.
Mientras caminaba despacio a la universidad, no podía dejar de pensar en lo que sucedería esa misma tarde. Después de varios días, iba a volver a quedar con él, iba a volver a verle. Mi interior se debatía entre una sensación de felicidad total y los nervios al pensar cuántas horas iban a tener que pasar antes de que llegara el momento.
El día se hizo interminable. Las manecillas del reloj avanzaban tan despacio, que en ocasiones llegué a pensar que no se movían. No prestaba casi atención a las clases, en mi cabeza solo había sitio para una cosa y ese era él.
La última clase del día llegó a su fin. Había llegado el momento. En mi cara se dibujó una sonrisa de felicidad, y emprendí mi viaje para verle. Solo me separaban unos pocos minutos más, lo que comparado con el día entero era una minucia.
Eran la hora y el lugar acordados, había llegado con tiempo. Pero allí ya estaba él, esperándome como siempre en aquel banco desde el que se podía ver el atardecer. Ese ocaso que me enamoraba, esa luz que no podía dejar de mirar, ese momento que le iluminaba y le hacía sentir tan bien.
Me senté a su lado, le miré. Acerqué mi rostro al suyo y me paré a dos centímetros durante un instante, para poder sentir su aroma y su calor. Le di un beso y sonreí. Pero esa sonrisa no fue correspondida. Mi corazón dio un vuelco, se detuvo por un instante y por mi cabeza pasaron mil razones diferentes por las cuales no me había sonreído. Después de eso, simplemente me dijo que le acompañara a dar un paseo, que tenía que hablar conmigo.
Durante unos minutos ninguno dijo una palabra. Nadie era capaz de romper el silencio que se había formado entre los dos. Mi mente funcionaba más veloz que el latido atropellado que causaba esa situación a mi corazón. ¿Qué sería eso que tenía que decirme? Nada de lo que pensaba era bueno y eso hacía que me pusiera aún más nervioso y que mi cuerpo empezara a sufrir las consecuencias. Además, comenzaron a aparecer aquellas pequeñas punzadas que me recorrían los brazos en momentos de nerviosismo. Punzadas y más punzadas por todo el brazo.
Comenzó a hablar con esa voz que tanto me gustaba, esa voz que era capaz de dejarme ensimismado durante horas. Me había pasado noches escuchándole sin parar de decir cosas sin importancia, solo por el mero placer de sentir la vibración de sus palabras entrando por mis oídos. Pero aquel día, las palabras no fueron agradables, no fueron amistosas, no había amor, pero tampoco odio... fueron palabras de despedida.
Una sensación de inmenso dolor atravesó mi corazón. No era capaz de articular palabra. Solo fui capaz de respirar muy hondo para que una lágrima se deslizara por mi cara. No hubo más palabras en aquel atardecer, no hubo más besos, no hubo más felicidad. Solo un frío abrazo de despedida hizo que la tristeza me llenase por dentro en mi camino de vuelta a casa.
No tenía prisa por volver. Caminaba solo por aquella calle vacía. A esas horas no me había cruzado con nadie, ni siquiera lo veía posible.
Iba despacio. Si alguien me hubiese visto, habría pensado que me encontraba mal o me sucedía algo. No levantaba la cabeza, simplemente miraba mis pies al caminar.
No quería llegar a casa, mis lágrimas aún se deslizaban por mi rostro y no quería que nadie me viese así. Notaba salir lágrimas de mis ojos y me causaban un sufrimiento que no sabía si podría soportar durante mucho más tiempo. Nunca había sentido nada igual, me estaba doliendo llorar.
No podía dejar de pensar en el motivo por el cual me encontraba así, era incapaz de creerlo realmente. Hacía pocas horas estaba nervioso en clase pensando en él, sin ninguna preocupación más, simplemente feliz. Ahora todo aquello solo era un humo denso que al disiparse hizo que me diera cuenta de que esa felicidad solo había necesitado unas frases para romperse y desaparecer a una velocidad abrumadora.
Algo había terminado sin que yo hubiese podido decir o hacer algo para cambiarlo. Era la misma sensación que se tiene cuando con mucha ilusión buscas algo y estás a punto de conseguirlo, pero te das cuenta de que una pieza fundamental no la podrás conseguir nunca.
Seguí caminando y el dolor y la pena se apoderaron de mí sin escrúpulos. No conseguía evitarlo, o en ese momento no quería; eso no podía saberlo. Casi me era imposible ver por la cantidad de lágrimas que había derramado. Mis ojos estaban rojos y tenía la cara húmeda, pero continuaba andando.
Me di cuenta de que nada volvería a ser lo mismo, este hecho no me dejaría seguir viviendo como antes, no me permitiría continuar igual. No creía que el tiempo pudiese curar este tipo de heridas, o eso quería pensar en ese momento.
De pronto no pude seguir caminando, unas manos sujetaron mis hombros. No podía girarme, no podía saber quién era. Una de las manos se quitó de mi hombro y antes de que pudiera girarme para mirar, noté un dolor muy agudo en la espalda. No supe reconocer ese tipo de dolor, era la primera vez que lo sentía. Pero sí que sabía lo que lo había producido. Noté perfectamente como la hoja de un cuchillo se había introducido dentro de mi cuerpo, desgarrando mis músculos y haciendo fluir la sangre en mi interior.
Las piernas me pesaban y no podía mantenerme en pie. La otra mano dejó de sujetarme el hombro y caí de rodillas al suelo. Antes de salir de mi cuerpo, la hoja del cuchillo tuvo tiempo para hacer la herida aún más grande. Ahora de rodillas, me daba cuenta de que el cuchillo me había atravesado el estómago. La sangre tibia comenzaba a subir hasta mi garganta. Tosí, y solo pude ver sangre saliendo de mi boca.
Terminé por caer al suelo. La sangre se derramaba sobre la acera, a través de la herida de la espalda y de la boca. Me estaba desangrando y no podía hacer nada. No había nadie, no pasaba nadie, estaba completamente solo.
De pronto dejé de sentir dolor, ya no notaba nada. Podía ver cómo la sangre corría, pero no sentía nada. Tenía sueño, no podía evitarlo. Mis ojos se me cerraban. Intentaba estar despierto, pero no podía. Poco después la oscuridad cayó sobre mí.
Abrí los ojos, y me di cuenta de que no estaba muerto. Me encontraba en la misma calle. No había nadie. Entonces lo vi, mi cuerpo sobre la acera. Los ojos cerrados, tranquilo, sin moverse y la sangre que manchaba todo. No se oían sirenas, nadie me había visto. Solo estaba yo contemplándome muerto en la acera.
Repentinamente, mi cuerpo muerto comenzó a desaparecer, a esfumarse. Como el humo que arrastra el aire. La sangre desaparecía también. Todo. En poco tiempo ya no quedó nada.
Al llegar a casa, aún tenía ese dolor en mi interior que me había hecho llorar, pero no era igual. Me encontraba algo mejor, y notaba que algo en mi era distinto. No era lo mismo que antes. Me di cuenta de que la muerte había sido real, mi otro yo acababa de ser asesinado por las circunstancias y ahora solo quedaba yo, alguien nuevo, distinto al anterior, más frío, más triste, más oscuro...
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Una muerte
Short StoryUn día cualquiera y un encuentro pueden cambiar la vida de una persona para siempre...