Carne podrida.

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Había perdido la cuenta de los días que habían pasado desde que comenzó su pesadilla personal. Probablemente habían pasado meses, pero para el británico se sintieron como largos años en una rutina enfermiza y peligrosa.


Todo desde que Christophe, la persona a la que amaba, fue infectada.


El reinado oscuro de los no-muertos sobre la humanidad llegó de un día para otro, llevándose a muchas personas conocidas y no tan conocidas por delante. Gregory y Christophe sobrevivieron la primera oleada y, siendo un dúo que se entendía a la perfección y que se coordinaba fácilmente, tenían una serie de estrategias que les funcionaron durante, al menos, tres meses. En aquel entonces, contaban el tiempo para asegurarse de no perder la cabeza.


Sin embargo, llevaba bastantes semanas sin contarlo. ¿Para qué, si despertaría solo en aquella pesadilla en la que se había convertido su vida?


En realidad, no estaba solo. O, al menos, no en el sentido convencional de la palabra.


El rubio llevaba un rato tumbado, mirando al techo. El lugar que le servía de refugio, una casa abandonada en el campo, le permitía relajarse durante varias horas. A veces, hasta conseguía acumular ocho horas de sueño gracias a la ausencia de zombies de la zona. Además, le permitía reconsiderar sus estrategias y revisar las armas.


Ese día, como de costumbre, pasaba demasiado despacio y silencioso. Casi parecía que el propio Gregory estaba tan muerto como el resto de la humanidad.


Llevaba un par de días sin comer, y había dormido más que nunca. La verdad es que ya no encontraba fuerzas ni para levantarse a hacer algo tan simple como estirarse: solo contemplaba el techo, la luz solar que se colaba por algunas rendijas de madera hasta que anochecía, las telas que cubrían las ventanas lo justo para no ser detectado por algún muerto viviente...


Un gruñido profundo se hizo audible en la casa, siendo lo único que causó que el muchacho se incorporase de golpe, como si hubiesen pulsado un interruptor.


Christophe debía estar hambriento.


El británico se puso en pie al fin. Llevaba horas esperando ese momento.


Su amado Christophe (o, mejor dicho, lo que quedaba de él) estaba en la habitación contigua, la cual había sido destrozada previamente tras una trifulca. Su cuello estaba atado con una cadena a una tubería que sobresalía de la pared y un bozal para perros cubría su boca. Su piel era grisácea y seca, la piel de un cadáver. Sus ojos estaban perdidos en el suelo de madera mientras gruñía y movía los pies, tratando de avanzar lentamente sin éxito alguno. Uno de sus brazos estaba ligeramente levantado, como buscando algo a tientas, mientras que el otro sostenía una pala que no soltaba jamás: Gregory ya intentó quitarle los dedos de encima, pero estaban demasiado rígidos.


La sala estaba muy oscura, más incluso que la otra: Christophe no necesitaba luz, y la ausencia de la misma le ponía mucho menos agresivo. El hecho de que el rubio hubiese controlado su dieta desde el momento en el que dejó de ser humano también influyó, ya que él mismo tenía que ir a buscar cadáveres... o crearlos. Eso le daba el poder necesario como para medir las provisiones que le daba al castaño.

Carne podridaWhere stories live. Discover now