Era una noche encapotada, las nubes eran gruesas oscuras y turgentes, no parecían dispuestas a derramar ni una sola gota de agua como podría sospechar uno. Escondían tras ellas un cielo estrellado que vislumbraba por ciertos huecos entre nube y nube. No obstante, era una noche oscura y tenebrosa. El claro de Luna menguante gibosa era lo único que iluminaba la ciudad. Su luz, reflejada en el río que discurría apaciblemente en armonía con el paisaje, embelesaba a cualquier viandante que contemplaba este fenómeno, mas esta noche el puente que unía los dos islotes, envueltos en una espesa niebla que no permitía columbrar nada más allá, había sido marginado por el ser humano. Sin embargo, vestigios de vida evidenciaban que no me hallaba solo: el zureo de las palomas, ratones correteando casi imperceptibles y el leve batido de alas de una cucaracha renegada.
Recorriendo la calzada escuchaba mis propios pasos que resonaban en el agrietado pavimento. El crujido de las piedrecitas que pisaba me frustraba, cada crujido interrumpía mis cavilaciones y me ponía de peor humor. Apreté la mandíbula y rechiné los dientes, nervioso, sin cesar. En el reflejo de un charco, horrorizado, pude ver la expresión de mi cara que por culpa de una nadería estaba deformada con tres arrugas pronunciadas en la frente que aparecían cuando fruncía el ceño, además de un indicio de futuras patas de gallo. Mi cara acrecentaba la notoriedad de mi angustia inevitablemente. Permanecí ahí con la mirada fija hasta que una mosca se poso en el agua causando una onda que desvaneció mi reflejo. Una fuerte corriente de aire que fluía en dirección norte me estremeció e hizo erizarse mi piel, inconscientemente comencé a carcajearme de manera incontrolada por razones que yo mismo desconozco.
Mientras el viento seguía su camino yo decidí pararme, me senté, me arrebujé con mi abrigo y agarré mis piernas con vehemencia al mismo tiempo que cuestionaba mi errático comportamiento. No las podía soltar, ya que el frío clima me obligaba a calentarme con mi calor corporal si no quería que mis extremidades quedaran yertas. Los fantasmagóricos silbidos del viento me atormentaban terriblemente, el viento soplaba con tal fuerza que chirriaban los amortiguadores de los coches aparcados. Esta situación me causaba un miedo irracional a algo inexistente, ¡qué preocupación más pormenorizada!
Tras un rato tiritando, intentando futilmente mantenerme impasible ante el gélido ambiente, me fijé en las barandas metálicas del puente en las cuales se cristalizaba una fina capa superficial de hielo por efecto de la alta humedad y las bajas temperaturas. De repente, tuve una especie de presentimiento, como si supiera que algo o alguien se dirigía hacia mí inexorablemente. Fue algo borroso ininteligible muy extraño, no sabía ni el sentido en el que venía ni la cantidad de entes, pero sabía que vendría. Temía que me pillara desprevenido porque más allá de la niebla es imposible captar movimiento, solamente podía confiar en mi oído para detectar presencias ajenas a mi ser.
A pesar de mi desasosiego no me moví ni un mísero milímetro de la posición en la que me encontraba. No entendía el porqué de esta involuntaria parálisis en un momento en que yo sentía las irrefrenables e imparables pulsaciones de mi corazón excitado por causa de un peligro inminente. Notaba como mi tensión subía y me hervía la sangre. Cerré los ojos, apreté los párpados con tal suma fuerza que secreté un torrente de agua que cayó lentamente por mis mejillas, mis lágrimas vibraban en resonancia con los temblores de mi cabeza. Inspiraba por la nariz, espiraba por la boca... Inspiraba...Espiraba...Inspiraba... Espiraba... Cada vez más rápido, me quedaba sin aliento. ¿Qué podía hacer? El tiempo lo diría...