Eres mía.

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La urgencia de tomarla me dominaba. Pronto se iría, pronto la dejaría marchar, lejos de mis brazos para siempre. Había consuelo en ello: ella y el bebé se encontrarían a salvo. Yo no importaba realmente, ya que creía en sus palabras y bien sabía que mi alma dejaría de habitar el mundo en cuanto batallara. Pero en aquellos momentos solo podía pensar en su suave piel, en su cabello tan indomable como su espíritu, en sus ojos como el ámbar, como la dulce miel derritiéndose en mis entrañas, llenándome de calor. Besé sus labios sin dejar de moverme, extasiado por la unión de nuestros cuerpos, destrozado por dentro al saber que nunca más podría tenerla así. Era mía, maldita sea, mía, e iba a tener que perderla por caprichos del destino. ¿No era amor verdadero lo que sentíamos? ¿No estábamos hechos el uno para el otro? Nuestros cuerpos encajaban a la perfección, complaciéndonos mutuamente de un modo inexplicable. Si estábamos destinados a estar juntos, ¿por qué ese mismo destino nos separaba? ¿Por qué?

La tomé por el rostro, apoyando el peso sobre los codos para no aplastarla. Su rostro era tan hermoso, tan delicado, tan pequeño entre mis manos. Acaricié sus mejillas con mis pulgares, sintiendo la humedad que el recorrido de lágrimas había dejado. La miré con profundidad a los ojos, casi con furia.

-Eres mía, Sassenach- susurré con firmeza –No lo olvides jamás.

-Y tú eres mío, James Fraser- replicó, llevando una mano a mi cabello, enterrándola allí- Y más te vale que tampoco lo olvides.

Nos besamos hambrientos, desesperados por aquel último contacto, intentando que se sintiese eterno. No lo era. Ella iba a marcharse. Con gran esfuerzo removí todos esos pensamientos de mi mente y me dediqué a pensar una sola cosa: la amaba. Nada más importaba. La amaba. 

Eres mía. - OneShot de OutlanderWhere stories live. Discover now