La Luna de Ónixon - Capítulo 1

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                                                                     Laura

Laura se despertó de un sobresalto totalmente empapada en sudor. En la oscuridad de la noche consultó los números rojos que el despertador proyectaba en el techo. 02:14 a.m. Se sentía extraña, un nudo le oprimía el estómago y la sangre la golpeaba en las sienes. ¿Acababa de tener otra pesadilla? Quizás era la única explicación lógica a aquel desasosiego que la embargaba sin motivo.

La silenciosa cadencia nocturna impregnaba la habitación, sólo se escuchaban los acelerados latidos de Laura que parecían tambores solitarios en medio de una selva afónica. Se levantó, incapaz de volver a dormirse, y caminó descalza por la habitación. Una suave brisa se colaba por la ventana abierta para refrescar la asfixia de aquel julio, las horas de sol dejaban huellas impresas en el asfalto y por la noche parecía como si miles de llamas se desprendieran del suelo para internarse en el cuerpo de los barceloneses.

Laura miró de refilón la mesilla de noche con el deseo irrefrenable de colgarse la Luna de Ónixon del cuello, como si las palabras de su abuela María acabaran de cobrar una importancia mayúscula y su ausencia los últimos catorce años fueran el preludio de un ahora cargado de incertidumbre. ¿Debía acatar su destino? ¿Aquél del que María le hablo de pequeña?

Anclada en los recuerdos de una noche lejana, se acercó a la mesilla. El cajón rodó por los carriles sin soltar ni un solo ruido, como un testigo mudo de las sensaciones de Laura. Las manos le temblaban cuando cogió el estuche de piel celeste donde reposaba la Luna sobre un lecho de terciopelo turquesa. Se sentía como Pandora cuando abrió la caja que condonó a los hombres, porque tenía la certeza de que una vez la Luna pendiera de su cuello el pasado se desvanecería en un futuro incierto.

Acarició la piedra turquesa en forma de media luna que se engastaba en un extraño metal con reflejos marinos y se vio transportada a una madrugada de su niñez, cuando se enfrentó a la visión de la Luna por primera vez y a la enigmática desaparición de su abuela María.

Recordó con precisión el instante en el que el susurro ahogado de su nombre la despertó. María se  sentaba en su cama, muy cerca de Laura, quien dormía arropada con una manta turquesa.

—Laura, he de marcharme —le dijo María acariciando sus cabellos— ¡Oh cielo! Llegará un día en el que la llamada de la Luna de Ónixon te traerá conmigo.

—¿Qué es la Luna de Ónixon?

—Tu herencia.

María se desabrochó un poco la blusa para mostrarle a Laura la gargantilla sujeta con una cadena de oro cerca de su pecho.

—¡Qué bonita! ¿Puedo tocarla?

Sin atender a las preguntas de Laura, María se levantó para perderse en la oscuridad de la noche y no regresar jamás.

Los catorce años que la separaban de la desaparición de su abuela no impedían que Laura recordara cada una de sus últimas palabras, el olor dulzón de su colonia, los grandes ojos azules llenos de lágrimas, las horas de agonía que se sucedieron hasta la llegada de la madrugada en la que se enfrentó al dolor de perder a un ser muy querido. ¿Adónde fue María? Durante largas noches de ausencia Laura se sorprendió tejiendo las más rocambolescas explicaciones a una desaparición que no tenía explicación alguna.

De mayor intentó en vano descubrir la pista de su paradero, incluso recurrió a un detective privado. Sin embargo, a María se la tragó la tierra.

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