La carta enviada

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¿Sabes? A veces creo que no existes. Que todo fue invención mía. Necesitaba tanto a un súper héroe que creé uno. Y muy guapo me salió el personaje, la verdad. Tan guapo que todas volteaban a verlo. Todas pretendían enamorar a alguien que parecía totalmente inalcanzable. Capaz, todas aquellas que te miraban y querían algo de ti también fueron inventadas por mí. Porque necesitaba tener sentimientos, por lo tanto, tuve celos. Celos de yo ser una más de las que volteaban a mirarte. De ser otra a las que no les prestabas atención, y si lo hacías, era sólo por un rato. A lo mejor, tanto el portal de mi tía cerca del pabellón donde hacía deporte de niña y la plaza donde hablamos por primera vez también fueron invenciones. Fueron lugares que creí que poseían algún tipo de magia en especial y hacía que me apegara tanto a los recuerdos allí ocurridos que, un día, empecé a volverme totalmente dependiente de ese tipo de recuerdos. Necesitaba sentirme querida como tú me hiciste sentir en esos lugares, al igual que otros dos portales que supiste frecuentar, así sea dos segundos, para poder verme (a veces, escapando de responsabilidades religiosas, como ir a la mezquita que quedaba debajo de mi casa).

Y, ¿Sabes por qué creo que no existes? Porque fue demasiado bueno, demasiado como un cuento de niñitas adolescentes. Y bueno, es que lo era, yo era una niñita. Tan estúpida, tan inocente (a punto de perder la inocencia para siempre después de tu llegada), tan frágil y vulnerable... Los sentimientos que me causaste fueron tan fuertes que perduraron a lo largo de los años. Hiciste que nunca me olvidara de ti, cosa que un humano común y corriente no hace. Por eso mismo, tu sonrisa no existe. Ni existió. Porque ahora sólo me alimento de recuerdos que soy incapaz de soltar. Uno siempre vuelve a su lugar de protección, su zona de confort, su oasis personal. Y tú te convertiste en el mío. Mi pequeño oasis personal se rodea de ti en mi mente todos los días y me abraza diciéndome que no es que te hayas ido de mi vida para siempre, si no que estás en algún lugar lejos, creciendo. Y yo aquí, todos los días me levanto con la creencia de que te voy a volver a ver. Y es que no es una creencia, es una meta más que nada. Nunca voy a poder superar dentro de mi pequeña cabecita el hecho de que no pudieras despedirte, que te enteraras que me iba justo cuando me estaba por tomar el avión. Lo siento, pequeño, por no haberte dado la oportunidad. Te prometo volver, te prometo una foto en la que estemos sonriendo de oreja a oreja y un adiós digno para la hora en la que tenga que marcharme. Prometo no dejarte nunca más con las ganas de nada. Prometo ser la misma melodramática que siempre estuvo ahí presente, la más pesada de todas, esa que tiene plena confianza en ti para contarte todo. Y, por más que ya no hablemos absolutamente nada y no sepa que fue de tu vida, sigo pensando en ti constantemente, y la confianza que yo siempre deposité en ti sigue intacta. Porque una persona normal se puede olvidar, o dos amigos pueden distanciarse. Pero, ¿Alguien a quien tú misma creaste en tu cabeza? Es inolvidable.

¿Te cuento las etapas por las que pasaste dentro de mi cabeza? Pues mira, al principio, apenas te creé, eras todo un Don Juan. Todas locas por ti, como te dije al principio de esta carta. Y yo, obviamente, quería conocer a ese chiquillo que las tenía a todas revolucionadas. Recuerdo haberle dicho a una amiga: "si no te lo quedas tú, lo haré yo, idiota". Y mira que gracia que eso terminara volviéndose realidad de alguna forma.

Pasaron los días, y nosotros empezamos a hablar constantemente, día y noche, como unos enfermos viciosos. Hasta que un día, después de tanto chat, me invitaste a salir. Los dos solos. Accedí, como era de esperar, y quedamos en la placita del teatro. Otro de los lugares más mágicos en los que he estado, con esa divina cúpula invertida, toda herrumbrada y rodeada de agua estancada que bastante mal se veía (y olía). Pero, por más vieja que fuera, por más herrumbre que tuviese, o por más agua estancada y maloliente que hubiera, tú estabas ahí, sentado, solo, sin nadie alrededor, esperándome a mí y a mi maldita costumbre de llegar tarde gracias a mis nervios. Porque, antes de verte siempre se me venían esos nervios que se mezclaban con las ansias, las expectativas, la paranoia de decepcionarte continuamente y mis ganas de que tengas ganas de seguir viéndome. Es medio confuso, pero todo eso generabas en mí cinco minutos antes de cruzar el portal para salir a tu encuentro. Pero, volviendo a ti, estabas ahí, como si nada te importase (que de hecho, era muy probable que nada te importara, no como a mí). Nos fuimos a unos parques que realmente hoy en día ya no recuerdo como se llaman. Pero, pasándolos, entramos al bosque. De vez en cuando nos topábamos con algún corredor o ciclista, muy de vez en cuando, pero de no ser por eso, habríamos estado solos, rodeados de verde, llenándonos del más maravilloso oxígeno que la tierra podía ofrecernos y al lado de todos esos campos que tanto me gustaba mirar. Recuerdo que te habías cortado el dedo con algo, lo cual no había visto hasta que empezaste a manchar mi chaqueta blanca sin querer. De forma tan predecible como cliché, me quitaste la chaqueta manchada, y me pusiste la tuya, de color oscuro. Estaba feliz llevando algo tuyo conmigo, con ese olorcito que te caracterizaba, que me hacía sentir que estaba en el lugar correcto. Seguimos caminando, dando vueltas entre besos y alguna que otra charla que seguramente debe haber sido poco interesante, porque, con trece años, ¿Qué clase de charla interesante podría haberte ofrecido? Nunca te lo dije, mi pequeño guardián, pero ese día me empecé a enamorar de ti. Justo ese día, rodeados de verdes, naranjas y amarillos que anunciaban que estábamos llegando a mi época favorita: el otoño.

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⏰ Última actualización: Mar 02, 2019 ⏰

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