Cenicienta no se encontraba bien. Se había despertado sobre su propio vómito en su rinconcito de la cocina donde su querida madrastra la obligaba a dormir cada noche. Le dolía la cabeza y el estómago no dejaba de correr de un lado a otro, o eso le parecía ella. Ahora casi se arrepentía de haber bebido tanto la noche pasada. Había sido su primera vez. Había descubierto que a medida que caían las copas era mucho más sencillo aguantar al príncipe y sus monólogos acerca de sí mismo, de sus caballos, de sus palacetes... Así que entre pieza y pieza del magnífico baile abordaba al incauto sirviente que pasase más cerca de ella con la bandeja de bebidas. No había acudido al baile con idea de conseguir la atención del heredero del reino, al contrario que el resto de las asistentes. Pero se había visto obligada a pegarse a él, ya que su querida madrastra y las alimañas que tenía por hijas la habían reconocido. Pensó que permaneciendo junto a él no se atreverían a acercarse a ella, por lo menos esa noche. Después, ya en casita... Lo tenía asumido pero no la importaba. Que la quitaran lo bailado, nunca mejor dicho. El problema surgió cuando, no sabe cómo, el príncipe acabo perdidamente enamorado de ella. Le prometió amor eterno, un hermoso palacio, y muchos hijos con el que llenarlo. Aguantó todo lo que pudo pero a medianoche no pudo soportarlo más. Se excusó con lo primero que le vino a la cabeza y ante la mirada sorprendida del príncipe, salió corriendo haciendo eses entre los asistentes al baile con una copa en la mano. Llegó a la escalinata principal del palacio milagrosamente sin haberse llevado a nadie por delante y habiendo evitado a las tres arpías. Como no podía ser de otra manera, gracias a esos taconazos que calzaba, a los que no estaba acostumbrada y menos con la cogorza que llevaba encima, tropezó y bajó los cincuenta escalones a trompicones. De dos en dos, de tres en tres… Pero sin caerse, eso sí. Y sin verter el contenido de la copa. Dio un último trago, se subió a la magnífica carroza que la esperaba y regresó a casa vomitando por la ventanilla. Ya había tenido suficiente fiesta por esa noche.
Cuando llegó, se quitó como pudo el magnífico vestido que muy amablemente le habían confeccionado unos pajaritos con la ayuda de cuatro ratones que habían salido de un agujero de la pared de la cocina. En ese momento Cenicienta dudaba de si eso fue real o solamente un recuerdo falso creado por su imaginación etílica. Cuando fue a quitarse los zapatos se dio cuenta de que le faltaba uno. Se agachó un poco, entrecerró los ojos para enfocar lo mejor posible y recorrió con la mirada el suelo de la cocina, pero resultó tan mala idea que acabó mareada viendo como todos los muebles y utensilios de la cocina, hasta las paredes, giraban alrededor de ella sin parar. Eso era lo último que recordaba de aquella noche.
Era muy temprano. Demasiado. Y le había despertado un alboroto que llegaba desde el salón. Se acercó renqueante hasta la puerta de la cocina y se asomó con cuidado de no ser vista. Sus hermanastras saltaban de un lado a otro, alegres y nerviosas. Su madre les acababa de dar la buena nueva de que el príncipe visitaría la casa esa mañana. Ahora, la mujer se dirigía hacia la cocina. Cenicienta retrocedió de espaldas y tropezó con una silla justo cuando entró su madrastra con esa cara tan habitual en ella mezcla de asco, desprecio y odio que le salía tan bien le decía:
– Recoge todo este desastre y sal a cortar algo de leña. Hace frío y no queremos que el príncipe se resfríe mientras elige a una de mis hijas como reina. Después hablaremos de tu salida nocturna – y regresó al salón a tranquilizar a sus pequeñas hienas.
Cenicienta, cogió el hacha que reposaba junto a la leñera. Al tocar el mango, un agudo dolor de cabeza la hizo doblarse antes de caer al suelo. Fue solo un momento pero la joven había notado como algo si algo se hubiera roto dentro de su resacosa cabecita. Cuando se encontró algo mejor, recogió el hacha y salió al patio. Quizá el aire frío de la mañana le sentase bien.
Al salir, vio como por el camino se acercaba un caballo cuyo jinete no era otro que el príncipe, que acudía a la anunciada cita. Al pasar frente a ella, el joven giró la cabeza para mirarla pero la visión de una mujer vestida con harapos y cubierta de ceniza y restos de vómito en el pelo le provocó tales arcadas que casi se cae del caballo. Mientras veía como llegaba la puerta principal, otro fuerte pinchazo la sacudió. Esta vez fue más breve pero más intenso. Se incorporó y comenzó a partir leña con furiosos hachazos. Algo no andaba bien.
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Colorín Ensangrentado
KurzgeschichtenSerie de versiones alternativas de cuentos clásicos populares.