Como asesino y como templario, Shay había descubierto, más de una vez, la horrorosa sensación en las entrañas producto de caer al vacío; el no tener certeza si la tierra lo volvería trizas al estrellarse contra ella o el irrisorio pensamiento de seguir cayendo eternamente. Pues bien, había encontrado algo peor: la del agua helada quemándole la piel a través de la ropa, metiéndose en sus botas y penetrando en su cráneo. No sólo ardía como brazas al rojo, también embotaba los sentidos y en más de una ocasión Shay creyó haber perdido una extremidad al no poderla sentir por el frío.
Por ello es que aquella vez mientras caía, aún antes de que su cuerpo chocara contra el agua casi congelada, Shay ya estaba maldiciendo. El impacto llegó apenas un instante más tarde, pero a él le pareció que hubiera estado cayendo por minutos enteros, sólo esperando que el agua le calara los huesos.
El error había sido suyo por completo; contra las recomendaciones de Gist, decidió ir a explorar los restos de un barco encallado entre las olas congeladas. Despedazado a un punto irreparable, el navío le había parecido una mina llena de tesoros que esperaban sólo a que él los encontrara; Shay no dudó en abandonar la seguridad de la cubierta del Morrigan para investigar entre trozos de madera que el frío había conservado de la putrefacción. La nieve había comenzado a caer copiosamente apenas unos minutos más tarde y, entre el sol ocultándose en el horizonte y la nieve limitando la visibilidad, fue sólo cuestión de tiempo para que Shay calculara mal un salto y terminara por caer al agua, tan sólo a unos centímetros de donde debió haber caído.
—Capitán, —dijo Gist, cuando Shay se tambaleó sobre la cubierta del Morrigan, su voz era demasiado alegre para el gusto de Shay—. Parece que disfrutaste la cacería de tesoros. ¿Qué pasó? ¿Monedas de oro en el agua?
—Ah-ahora no, Gist, —dijo Shay tiritando—. No-no estoy de hu-humor.
Gist soltó una carcajada; debía ser su venganza por ignorar sus recomendaciones. Shay se guardó las réplicas para otro día, el siguiente "te lo advertí" que pudiera decirle a Gist sería glorioso sin lugar a dudas.
—Me-me voy a mi camarote, —dijo, ya dirigiéndose allá con pasos vacilantes—. Que-que no me molesten. Cu-cualquier cosa es-estás a cargo; de todos modos hoy no sa-saldremos de aquí.
—Como quieras, Shay. ¡Ya escucharon, hombres!, ¡guarden las velas! ¡Todo aquel que no esté haciendo tareas vitales que vaya bajo cubierta! No se me ocurre un momento peor para que alguien termine enfermo, ¿no es verdad?
Shay dejó a Gist para que hablara consigo mismo y entró en su camarote. El cambio entre la ventisca exterior y el calor que se acumulaba dentro fue muy bien recibido; Shay se deshizo de sus botas, su abrigo, camisa y pantalones antes de recordar que no estaba solo.
—Maestro Kenway, —dijo, a medio camino de desamarrarse los calzones. La cara le ardió súbitamente y no como producto del calor de la cabina—. Lo lamento mucho, no recordaba que estaba aquí.
Haytham Kenway, siempre ocupado en sus libros y notas, rara vez abandonaba el escritorio en el camarote de Shay. También eran pocas las veces que se distraía, pero cuando se percató de su presencia, el maestro había levantado la vista de sus documentos; Shay pudo jurar que sus mejillas también se enrojecieron, aunque sólo por un momento, antes de apartar la mirada de él, visiblemente avergonzado. El maestro se aclaró la garganta antes de dirigirle la palabra.
—No... no te disculpes, Shay, es tu camarote, —dijo finalmente el maestro—. Puedo esperar afuera mientras... mientras te pones ropa seca, —hizo ademán de tomar sus papeles, pero Shay lo detuvo con un gesto que Haytham no pudo ver por por tener los ojos fijos en una horrible bandera del otro lado del camarote.
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Obsesiones sobre un diario viejo
Romance-Es mi diario, -respondió Haytham al fin. A Shay no se le había ocurrido que el maestro hubiera decidido continuar con su libro, pero no sería una idea extraña; debía haber mucho de su vida que quisiera grabar en papel. Tenía curiosidad, aquel diari...