2. HAY UN GLICKER QUE NO ES GLICKER

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En la tarde de ese mismo día Alicia cruzó a la casa de enfrente; no pudo seguir esperando, la curiosidad le nutría un desasosiego inaguantable. Alicia estaba acostumbrada a entrar en esa casa; doña Elvira era amiga de su abuela y, relativamente, de su madre, de manera que no sentía que ese territorio le fuese del todo extraño o ajeno. Dándole un pequeño empujón a la reja de calle avanzó por la senda de grava hacia el interior; este antejardín era el más" grande del vecindario y parecía serlo aun más por la abundancia de arbustos frondosos que obstaculizaban la visión de la casa, inclusive durante los otoños e inviernos porque en su mayoría eran de follaje perenne. Alicia comprobó que la puerta de entrada estaba entreabierta. Se asomó al salón. No había nadie allí. Vaciló unos instantes y luego de sortear muebles y bultos continuó hacia el comedor. Detrás de éste había un amplio ámbito, una especie de galería con ventanales todo a lo largo que se abrían al patio trasero; ahí se encontraban los Glicker improvisando una merienda de alimentos fríos, menos el Colorín, pero Alicia no tardó en 'verlo: el niño jugaba en Un cerro de arena, al fondo, contra la medianera. Alicia conocía muy bien ese cerro; también era un lugar donde ella solía 'entretenerse. Esas arenas habían quedado allí esperando los sacos de ce- mento que nunca llegaron para terminar de estucar la casa; constituían un testimonio de la apretada situación financiera de doña Elvira. En realidad, con excepción del salón y del comedor, el resto de las piezas, el escritorio, la cocina y los baños, y en los altos todas las habitaciones, se hallaban en estado de obra gruesa. No obstante, los albañiles habían emboquillado bien los ladrillos y emparejado con pericia la mezcla entre uno y otro, de modo que la cosa no se veía mal y hasta le proporcionaba al ambiente cierto aire de rusticidad, si se tenía la condescendencia de apreciarlo así. Doña Elvira no lo había considerado así; su decisión de arrendar la casa se originaba justamente en su deseo de reunir el dinero necesario para terminarlo todo como  debe ser.  Además,  era verdad que las paredes parecían despedir una humedad malsana, en particular en el segundo piso, en los dormitorios, y, bueno, en las zonas de agua las cañerías estaban a la vista, como asimismo las cajas eléctricas, y en los altos, esto era lo que más la deprimía, no se alcanzaron a colocar los cielos y entonces las vigas, las costaneras y las tejas quedaron al descubierto. No hubo, pues, mejor solución que arrendar por un tiempo, ya que no hay plazo que no se cumpla. No había sido fácil resolverse. Tampoco sería fácil encontrar arrendatarios que de buenas a primeras aceptasen instalarse en una construcción a medio terminar. Pero a través de la amiga de una amiga la señora Elvira dio con la familia Glicker, que no ponía objeciones al asunto. Una familia con apellido alemán, ni caída del cielo; una mujer vieja y sola tiene que cuidarse de que no le pasen gato por liebre, y todo el mundo sabe que los alemanes son tan correctos. Doña Elvira recordaba las incontables veces que en los avisos de El Mercurio se requerían familias alemanas para esto y lo otro; no cabían dudas de que eran una garantía de seriedad. ¡ Qué suerte la suya! La amiga de su amiga no había sabido decir si los Glicker venían llegando del Sur, pero esto era muy probable; no son pocas las familias alemanas que resuelven trasladarse a Santiago cuando sus hijos llegan a la edad escolar. La verdad pareció ser que la amiga de su amiga no sabía gran cosa sobre los Glicker, pero siempre quedaba en pie el hecho de que con alemanes se corre el mínimo de riesgo. Doña Elvira se llevó una sorpresa cuando vio al señor Glicker; había oído decir que también se dan alemanes morenotes en una zona llamada Bavaria o Baviera; sin embargo, descartados ya el color de la piel, el cabello y los ojos, el señor Glicker era de frentón más chileno que el mote con huesillos y la única, sí, la única aproximación suya a lo germánico provino del fuerte olor a cerveza que emanaba de su enorme cuerpo. En fin, mejor no pensar demasiado porque ella, la señora, sí que era alemana, y cualquiera sabe que en el fondo siempre son las mujeres las que cuentan, las que valen, las que sacan adelante las cosas. La señora Glicker le dijo que era de Valdivia. Perfecto. Una ciudad más alemana, dónde. Luego doña Elvira supo que la señora Glicker tocaba el piano. Excelente. Se trataba ciertamente de una dama fina, con voz de pajarito y maneras armoniosas. La prole de sus arrendatarios también suscitó no poco asombro en doña Elvira, mas no correspondía prejuzgar. 

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⏰ Última actualización: Sep 13, 2014 ⏰

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