EL NIÑO QUE LO TENÍA TODO Y NO QUERÍA NADA

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Hace tiempo se dijo que lo material importaba más que otras cosas. ¿Si tiene dinero que pudo faltarle? ¿Pudo sufrir? Querido lector, esta será la historia del crecimiento de la ambición que dejó a un niño al borde del abismo, con un vacío descomunal, aún teniéndolo todo.

La familia burguesa de la industria textil, Valencia, deseaba un heredero, un pequeño rey. Anastasia e Ignacio eran los siguientes en concederle a la familia un primogénito. No había duda que su hijo iba a poseer la ambición de ellos. Siendo así, la duración de su imperio ya estaba asegurada y esta sería difícil de derrumbar. Este linaje era reconocido por vincularse entre sí para no perder su fortuna; reinaban las relaciones de compadrazgo. Para ellos la importancia de las cosas era dependiente del valor y el poder que tuviera, que fuera atrayente. Así, después de intentarlo muchas veces, un bebé bautizado como Enrique, que significaba dirección, nació en una gran cuna adornada de oro y comodidad. Estos padres primerizos hicieron un juramento; el recién nacido iba a vivir sin necesidades ni salvajismos, un eterno gozo del éxtasis de la supremacía sin cohibirse.

Debo decirle que aquella satisfacción se quedó en una promesa que el aire arrastró

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Debo decirle que aquella satisfacción se quedó en una promesa que el aire arrastró. Los primeros meses de vida del pequeño fueron maravillosos, sin embargo exclusivamente tres. Después de ese tiempo, sus padres lo dejaron a cargo de Florencia, su nana. Esta humilde mujer lo amó desde el primer momento, ella sabía que iba a cuidarlo hasta el día que diera su último respiro. Los días continuaron con más rapidez y con esto, su crecimiento. Enrique ya caminaba y, la mayoría del tiempo, deseaba pasarlo con su única compañía. Siempre estaba tibio bajo las alas de Florencia. A pesar de ello, el pequeño ya preguntaba por sus padres y el resultado fijo era un rechazo debido al trabajo. Esta situación lo marcó por el resto de su vida con tristeza en el alma.

Las hojas del calendario siguieron cayendo, Enrique ya no era más un retoño. Aún así, seguía sin saber, más allá del trabajo y la ambición, algo sobre sus padres. Se llegó a preguntar si él necesitaba algo más, su respuesta era negativa. ¿Por qué no estaban? Aquello lo deprimió. Con seis años ya se sentía solo. Y, de la misma forma, creció viendo a sus padres trabajar sin descanso alguno por un deseo absoluto de poder. No existieron besos ni tampoco abrazos. El único consuelo que encontró fue el alma de Florencia; la nana le hacía imaginar las aventuras de su niñez y los colores vivos de los prados. No obstante, el pequeño comenzó a ver que se llenaba de banalidades, de elementos que perpetuaban la soledad que ya estaba incrustada en su pecho. Pensó que era reemplazable, Florencia trató de evitar tal pensamiento pero resultó inútil. Los vacíos crecieron.

7, 8, 9 y 10

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7, 8, 9 y 10. Aunque las flores nacieron y volvieron a caer, el sentimiento siguió ahí. Vuelos coloridos en los ojos, sudor en el cuerpo, hojas cafés en movimiento y frío en la nariz, pasaron precipitados a furor. Anastasia e Ignacio no volvieron a aparecer en los aniversarios de su hijo. Olvidaron a su heredero por pensar más en la plusvalía, en esa conveniencia que recae del extremo apetito de dominio. Los padres decidieron creer que un Enrique hecho hombre iba recapacitar y entender su posición. No, nunca entendió aquel abandono. Aparecieron carros, motos y juguetes, pero él ya no anhelaba nada. El toque que hacía maravilloso al juego había perdido su brillo.

De ahí, al perder la brillantez de sus ojos, Florencia no tuvo idea alguna para intentar mejorar su ánimo. Cada vez sentía que él, en algún momento, se iba a perder en sí mismo. En los ojos del niño no existió un rastro de felicidad o algún afecto similar. Y aunque no deseaba ver a sus padres, estos nunca hicieron presencia. La nana intentaba mostrarle que tal vez ellos sí se preocupaban, sólo estaban muy ocupados. Enrique no creyó en la falsa esperanza que su tata le expresaba. El niño sabía lo insaciables que eran sus padres si de poder se trataba. Los regalos no dejaron de llegar, no obstante, no les daba ni un vistazo. Era un hecho, Enrique ya no esperaba nada de la vida.

Aún así, cuando no aguardaba algo de su vana existencia, llegó una noticia que terminó por derrumbarlo. Su nana, su historiadora, había enfermado debido a una gran fiebre. El chico ya se había dado cuenta que Florencia estaba cercana a abandonarlo, a morir. Sin embargo, la anciana no le permitió derramar lágrimas; no cuando una emoción tan decadente iba a surcar su rostro después de mucho tiempo sin transmitir algo en él. Enrique nunca estuvo tan muerto de alma, al menos para la mujer no. Cuando ella falleció supo que nunca iba a olvidar aquella noche, la muerte con su frío gélido le acarició los huesos. A sus 14 años perdió la escasa fe que le quedaba y vivió su primer acercamiento con una muerte posiblemente liberadora. Desde de la muerte de su tata todas sus acciones se volvieron automáticas. Para él solo era levantarse y tratar de sobrevivir.

Días después a la muerte de su apoyo, sus padres intentaron distraerlo llevándolo a la fábrica. Sí, usted también sabe que fue una pésima idea. Ignacio intentó mostrarle todo lo que sería suyo si trabajaba como ellos, si tenía carácter. Enrique no pudo evitar pensar las condiciones en que trabajaban los empleados y la forma en que su padre les hablaba; aquello era digno de un tirano. Concluyó que sus padres eran unos explotadores. En aquel lugar, las condiciones eran meritorias para titular un abuso. Al retirarse de ahí, supo con certeza que no quería seguir; lo tenía todo y, a la vez, nada. Pensó que su lugar era descansar con Florencia, ese deseo era su mayor liberación.

Al alba siguiente no asistió al desayuno, ni a ninguna otra comida. Aquel día todo permaneció quieto. La casa se caracterizó por su ausencia y nadie lo recordó. Sus padres fueron a trabajar y en sus pensamientos solo estaba el enriquecimiento, no había cupo para Enrique ahí. En aquella fecha, Enrique al fin tuvo un deseo liberador, uno del que no se iba a arrepentir. El fin del vacío había llegado. El joven, en su soledad, colgó una cuerda desde el techo hasta el piso; movió un asiento, se paró sobre este y amarró el objeto colgante por todo el diámetro de su cuello. De este modo, se dejó ir. El final del túnel lo acogió y su peso lo abandonó. Lo único que deseó en su vida no le costó. Su mayor deseo fue morir. 

FIN

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FIN. 

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⏰ Last updated: Mar 15, 2019 ⏰

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El niño que lo tenía todo y no quería nadaWhere stories live. Discover now