Mi aldea en llamas se repetía en mi mente una y otra vez, torturándome, resonando los gritos de auxilio, de terror. Gritos de último aliento que hacía que me sobresaltaran y que el vello de mi piel se erizara. Me maldecía por dentro. No hice nada para evitarlo. No los defendí. Tanto poder ¿para qué? Tan solo contemplé cómo los soldados quemaban las cabañas y mataban a mis aldeanos. Y, yo, simplemente corrí. Corrí sin volver a mirar atrás. Me oculté dentro de un gran árbol del bosque Namon. Las lágrimas me caían por el rostro cual cascada. Pensé varias veces en ir al auxilio, pero mi cuerpo no respondía. Seguía en la misma posición. Solo los espasmos del llanto lograba estimular mis músculos. Sentía cómo mi corazón se resquebrajaba a cada latido, causando dolor. Y de repente, grité. Grité con todas mis fuerzas mientras apretaba los puños, clavándome las uñas en las palmas. Me sequé las lágrimas con rabia y me levanté. Coloqué bien mis guanteletes, respiré hondo, apreté mi mandíbula y me dirigí otra vez hacia la aldea, que, por suerte, no estaba lejos de ahí.
Cuando hube llegado, lo primero que divisé fue una pila de cadáveres. Mujeres, hombres, niños... El terror me invadió, pero, a la vez, la rabia se apoderaba de mi. Sentía cómo un pequeño calor que empezaba desde los dedos de mis extremidades, se propagaba por todo mi cuerpo. Moví las manos y de ellas salieron orbes azules. Peleé con todas mis fuerzas. Me dolía cada milímetro de mi cuerpo. Tenía golpes y heridas, pero ni siquiera eso me lo impidió. Acabé con cada uno de los soldados y salvé a los pocos que habían quedado.
Me senté en el suelo, exhausto. El fuego me rodeaba, sentí el calor aproximarse. Quería que todo acabase cuánto antes. Cerré los ojos y me acosté.
El sonido del despertador me sobresaltó. Tragaba con dificultad. Mis manos temblaban y me toqué la cara mojada a causa de las lágrimas. Un sudor frío recorría mi espalda. Estaba confundido. ¿Todo había sido un sueño? Fue tan real. El dolor fue real. Los golpes de la pelea, las heridas por armas punzantes. El fuego quemando mi piel. Era sorprendente. Nami restregó su cara contra mi mano, reclamando mimos. Sonreí.
—Buenos días —. Mi voz sonó ronca. Me aclaré la garganta y bebí un buche de agua.Me levanté. Fui al baño y luego a la cocina para desayunar. Cuál fue mi sorpresa verme a mis dos hijas y a mi mujer esperándome en pijama. Ylenia sostenía una bolsa dorada, Talía, la bandeja con el desayuno y mi mujer me miraba con amor.
—¡Feliz día del padre! — dijeron al unísono.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. En esos momentos me sentía inmensamente feliz. ¿Ellas? Lo mejor que me ha podido pasar en la vida y no lo cambiaría por nada en el mundo.
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Feliz día del Padre
Short StoryUna corta historia dedicado a mi padre por su día. Nunca le había dedicado una. Ya era hora, ¿no?