El arcángel

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     Llevaba días sin conciliar el sueño. Tampoco podía comer. Sólo pensaba en que un asesino le buscaba, y que podría acabar con su vida en segundos. Se sentía débil e ingenuo, pero sobre todo, se sentía impotente.

     Suspiró. De nada le iba a servir ahora pensar en ello. Abrió el cuaderno de tapas de cuero, y comenzó a escribir. Siempre que estaba frustrado, escribía. A veces unos párrafos, a veces más de veinte hojas. Eran historias en clave que contaban su vida. Ninguna tenía que ver con la anterior. Sin embargo, guardaban cierto parecido con los haikus de Andrés Pascual, pues de no leerse en ese preciso orden, su mensaje quedaría por siempre oculto.

    Ese gran cuaderno contaba su epopeya, su lucha por la cultura en un mundo en el que sobrevivir al hambre y a la guerra era la mayor aspiración de las personas.

    Él era diferente. Desde niño, siempre había querido leerse todos los libros que pudiera. Había leído las tragedias de Shakespeare, las novelas de detectives de Arthur Conan Doyle, las obras completas de Antoine de Saint-Exupéry …

   Esa curiosidad provenía de la manera en la que había sido educado. Sus padres, personas cultas, inculcaron en él un placer por la lectura. Además, había vivido rodeado de libros desde que nació.

   Había nacido en Jerusalén, de madre palestina y padre israelí. Sus padres habían huido de la sociedad que les enfrentaba simplemente por pertenecer a dos bandos enemigos en un conflicto que venía de años atrás.

   Se habían conocido en una de las reuniones que organizaban los grupos palestinos e israelíes que luchaban por acabar con el conflicto entre sus naciones y conseguir, al fin, la paz. Desde el primer momento se dieron cuenta que tenían una conexión espiritual más fuerte de lo que el hombre pueda llegar a comprender. Les unían su amor por la cultura y su ansia de acabar con la guerra que se había cobrado tantas vidas.

   Eran conscientes de que éste no era el único conflicto del mundo, y que habían tenido lugar guerras mucho más sangrientas. No pretendían poner su sufrimiento por encima del que habían pasado las gentes de otras épocas. Recordaban el miedo, presente en los ojos de los niños de Nagasaki, ese fatídico 9 de agosto de 1945, a las 11:02 de la mañana. Sentían, como si lo hubieran vivido en sus carnes,  las duchas de gas de Auschwitz. Pero sabían que aquello ya no podía cambiar, y luchaban para que el futuro no fuera tan desastroso.

   Ambos maestros, enseñaron a sus alumnos a ver más allá de las apariencias, y no juzgar a alguien sólo por su nacionalidad. Principalmente, lo hacían a través de cuentos, relatos y libros, muchos de los cuales incluían amores imposibles como el de Romeo y Julieta, y enseñaban así a entender el mundo de otra manera. Ellos realmente creían que podían cambiar el mundo aportando su granito de arena, y Gabriel había heredado esa clase de ideales. Profesor de literatura y filosofía en la    prestigiosa Universidad de Jerusalén, hacía hincapié en la importancia de la lectura para la educación del ser humano, tanto moral como cultural, pues para él, cada libro contaba una historia de la que se podía sacar una enseñanza, y de cada enseñanza un ideal. Y, como él mismo solía decir, “Si uno tiene ideales, luchará por ellos, y estará un poco más cerca de cambiar el mundo.”

   Pero por supuesto, el hecho de ser una persona importante que deseaba la paz entre palestinos e israelíes le hacía peligroso a ojos de ciertas personas, especialmente de las que no querían que el conflicto acabase, ya que para ellas era conveniente.

   Las reuniones del grupo del que formaba parte cada vez eran más escasas, y algunos de los miembros ya habían tenido graves problemas debido a su pertenencia a este movimiento. La mayoría de ellos habían recibido numerosas amenazas de muerte, Gabriel entre ellos, pero no se las habían tomado muy en serio hasta que algunos de los más importantes dejaron de acudir a las asambleas. Aunque no se sabía con exactitud, se creía que algunos estaban muertos.

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