El sol del mediodía brillaba salvaje sobre mi cabeza; 12:15 de la tarde. Molesta tome el celular de la mochila, me enredé con los audífonos, escapándose el de mi oído izquierdo y dándome la oportunidad de escuchar al hombre parado junto a mi murmurar "Que rica"; "Asco"- murmuré como respuesta y me aleje unos pasos del galán de gasolinera que había dicho tan elocuentes palabras. Por fin alcance mi celular y vi un mensaje escueto asomar sus 5 caracteres en la pantalla de bloqueo informándome que ya estaba de camino.
A lo lejos cerca de las montañas podía ver algunas nubes, auguraban lluvia para la tarde. Eran tan obscuras como mis intenciones de ese día. O al menos eso esperaba, porque debido a su impuntualidad estaba a segundos de tomar un taxi de regreso a mi casa. Entre el calor y el cansancio se terminaba mi paciencia, y solo podía pensar "Ojala valga la pena".
Estaba empezando a sentirme incomoda, el short que llevaba se subía por mis muslos cada vez que intentaba balancear el peso de mi cuerpo entre una pierna y la otra. El sudor empezaba escurrirse por entre mis pechos mientras mis gafas de sol se empañaban a la par que mi temperatura corporal y mi fastidio aumentaban.
"No más" Pensé. Devolví el teléfono a mi mochila y me acomode el cabello para que cubriese los audífonos. De pronto, un auto se detiene abruptamente frente a mí, abre la puerta del copiloto y solo alcanzo a ver una mano blanca que sale y me hala dentro, cuando me di cuenta estaba montada en el auto, asustada, mientras el reía de mi "cara de susto"-"¿No teníamos prisa?" me dice sonriente y descarado, mientras se baja las gafas del cabello y me ordena que me ponga el cinturón de seguridad.
A lo lejos escucho las nubes crepitar, "Tormenta eléctrica" pienso, y recuerdo esas nubes negras que asomaban amenazadoras cubriendo las montañas. Siento su mirada dividida entre los espejos y mis piernas. Sonrío, cruzo las piernas y lo escucho tragar con fuerza. En la radio suena una canción de reguetón, trozos de frases llegan a mis oídos pidiendo noches húmedas y toqueteo, mi sonrisa solo se ensancha aún más.
No sé al lugar al que nos dirigimos, conozco esta ciudad como la palma de mi mano, y aun así mi cerebro está concentrado en otras cosas, me revuelvo en el asiento y descubro que mis piernas se han pegado a la cuerina de los asientos. Molesta rebusco dentro de mi mochila y encuentro un paquete de toallitas húmedas. Tomo dos y con todo el valor que tengo en el cuerpo trato de mover mi pierna izquierda y separarla del asiento, el movimiento me produce algo de malestar y un ligero gemido se escapa de mi boca. Tomo la toallita y la paso por la parte trasera de mi muslo, que ahora se encuentra rojiza -"Maldito calor" pienso, mientras hago lo mismo con mi otra pierna. Él no se ha movido, no se ha inmutado. Una ola de vergüenza me golpea cuando me percato de lo que estoy haciendo y frente a quién; una voz interna me susurra "Eso no fue nada sexy".
Mortificada, intento abrir la boca, decir algo para desviar su atención respecto a mi espectáculo, cuando su mano fría se posa sobre mi sonrosada rodilla. -"No vuelvas a hacer eso o me voy a chocar" dice mientras sube la caricia hasta el borde mis shorts. "Tu piel se sonroja con facilidad" dice, y no estoy segura si es una afirmación o una pregunta. Me río y tomo su mano para levantarla, me mira con curiosidad mientras yo cruzo mi pierna derecha sobre la izquierda y coloco su mano nuevamente en la piel desnuda de mi pierna. "Me encanta que tu piel esté fría." Murmuro con alivio ante su temperatura "No toda" responde y yo siento que me derrito. Lo miro de reojo, por un costado de mis gafas mientras sigue conduciendo.
Observándolo no puedo evitar pensar en un animal salvaje. En un reptil precioso tan calculador y fatal, tan serio e impasible. Con la suficiente sangre fría para tocarme y prometerme una antología de caricias y sexo y al mismo tiempo mantener su mano firme al volante mientras con la otra acaricia mis muslos.
Sé que llegamos a nuestro destino, pero mentiría si dijera que puedo describir al detalle todo lo que paso a partir de ahí. Recuerdo que me tomó en sus brazos producto de la calentura y en dos manotazos me desnudo completamente. Besándonos como desesperados caímos en una alfombra lo suficientemente mullida para no hacernos daño. Afuera la lluvia comenzaba a golpear los cristales de la habitación acompañando la tormenta en la que nos estábamos convirtiendo.
El tiempo se volvió inútil e imperceptible en el instante que su piel entró en contacto con la mía. Sus manos estrujaron cada centímetro de mi cuerpo, besó, mordió y lamió cuanto pudo y cuanto quiso. Yo lo tomaba en mis brazos, lo envolvía con mis piernas, lo aproximaba a mi sexo y me alejaba tentándolo. Gemíamos y gruñíamos como animales, mientras el ambiente se llenaba del olor a sexo salvaje y tierra húmeda que la lluvia traía hacia la habitación por la pequeña ventana del baño.
Truenos y relámpagos atenazaban el ambiente acompasándose con mis orgasmos; uno, tres, siete. Sentía desfallecer y aun así una fuerza interior me empujaba a seguir, a darle más. Mis ojos se encontraban con los suyos después de cada clímax y el me miraba maravillado mientras una sonrisa traviesa e incitadora se dibujaba en mi cara. "Diez" me dijo al oído, mientras yo reía con su miembro dentro de mí y le respondía que no, que eran siete. "Diez" me siseo de nuevo al oído mientras empujaba sus caderas con fuerza contra mi pelvis. Gemí, no le entendía.
Unas cuantas horas después, al borde del décimo orgasmo, tomó mi rostro entre sus manos mientras me miraba, con ojos voraces y desesperados. Nuestros cuerpos se movían por puro instinto, a pesar que el cansancio era casi evidente para los dos. Me beso, mordió mi cuello y mis uñas se clavaron en su espalda mientras mis piernas lo encarcelaban para que nuestros sexos no pudiesen separarse. Mis ojos se abrieron de golpe al sentir su boca de nuevo en mi oreja y entonces comprendí la ciencia detrás de esas matemáticas eróticas y divinas. Porque en mi décimo orgasmo su cuerpo se dejó llevar. Lo oí susurrar mi nombre, siseaba, me lamia y se derramaba dentro de mí, mientras yo marcaba su espalda con mis pequeñas zarpas y gemía su nombre casi suplicando que jamás se detuviera.
Tumbados, con el cuerpo cansado y el sueño aleteando sobre nuestros parpados se incorporó lentamente hasta que su mirada pudo encontrarse con la mía. "Gimes como gatita" me dice descarado mientras sonríe y me acaricia la marca que seguramente dejó en mi cuello. "Serpiente" murmuré mientras reía. "Él es como una cobra" pensé, imponente, elegante, tan salvaje y tan hipnótico cuando ataca a su presa. Venenoso y bestial. Sonreí, y mi sonrisa creció aún más cuando vi su espalda. Y es que no pude evitar pensar que este "Rey Cobra", tan letal y orgulloso no pudo huir de las garras de esta gatita, ni de la marca que dejo en su piel.
Afuera la tormenta había cesado. De nuestro encuentro solo quedarían las marcas territoriales sobre el cuerpo de cada uno y un profundo aroma a sexo y tierra mojada.
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Antología del Placer
General FictionQue prima cuando dos cuerpos se encuentran, ¿El instinto, la ley de atracción, el afecto, la necesidad? Acompáñame en este serie de cuentos cortos (mitad vivencia, mitad fantasía) a descubrir si la ciencia, la moral y la vergüenza pueden más que el...