Mañana será otro día

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Prólogo

La niña que soñaba con volar

 

Siempre hay un momento clave en la vida que te hace replanteártelo todo por completo. Nicole tenía quince años cuando descubrió que no todos los seres de este mundo estaban destinados a entenderse, que las personas en realidad eran lo que eran y no podían cambiar por muchos avisos que les diera la vida, que ella tampoco le haría entrar en razón...

Miró al hombre que tenía ante sí con desprecio y se llevó una mano a la cara, tratando de evitar que así no doliera el golpe, pero no podía hacer nada con el dolor que sentía en su corazón. Aquel hombre que afirmaba ser su padre se había extralimitado esta vez.

Nicole se dio cuenta de que su futuro iba a quedar marcado para siempre por aquella angustiosa experiencia y que jamás lograría ser feliz al lado de nadie sin temor a que el príncipe azul pudiera convertirse en la bestia tarde o temprano. Aun podía recordar el pánico que aquel hombre infundía a su madre antes de que ésta hubiera decidido marcharse, el mismo que ahora estaba causando en ella.

Entonces, se sintió como una idiota. Supuso que era demasiado joven como para tener que plantearse algo así, demasiado inocente a pesar de todas las vivencias que tenía a sus espaldas, pero decidió que la próxima vez que la tocase, sería la última vez. La última vez.

Y así, un día hizo las maletas y se fue a la gran ciudad. Estaba sola, pero en esa inmensa soledad se sentía protegida

El príncipe desterrado

 

Los gritos resonaban en las paredes del lujoso caserón irlandés. Hacía frío, llovía, como todos los días en aquel oscuro rincón del planeta. Y aunque ya casi era de día, la niebla y la lluvia se empeñaban en mostrar lo contrario.

Derek metió presurosamente su ropa y algunos artículos de higiene en la mochila y comenzó a buscar, entre los objetos personales que guardaba en su armario, alguno que pudiera ser importante, pero no encontró nada que tuviera el suficiente valor para él como para querer llevárselo en su aventura. Salvo su vieja y desteñida camiseta de la suerte, que ya llevaba puesta. La había comprado con diecisiete años en un puesto callejero de Nueva York y, desde entonces, siempre le había acompañado en las grandes ocasiones. Y de eso ya habían pasado nueve años.

Miró a su alrededor y se dejó caer sobre la cama con desesperación. Tal vez esa fuera la última vez que volviera a ver su cuarto. Observó con detenimiento las cortinas, la alfombra, los muebles de caoba y el papel pintado con adornos florales, que a él siempre le había parecido anticuado, pero que nadie le permitía cambiar por ser una reliquia.

Se incorporó de nuevo, apoyándose en los brazos, y suspiró. Era una locura marcharse así sin más, pero lo había decidido. No quería seguir siendo el chico perfecto que siempre complacía a su padre. Él se moría de ganas por tener batallas que librar, por descubrir lo que era no llegar a fin de mes o besar a una mujer que realmente le pusiera el vello de punta. Estaba harto de reuniones de negocios, de romances por interés y de cenas de etiqueta cuando lo que realmente le gustaba era disfrutar de unos buenos tacos en un puesto callejero en Ciudad de México.

Derek se levantó de la cama para continuar con su equipaje, y cerró la cremallera de la mochila con ímpetu. Entonces, se sorprendió al ver su reflejo en el espejo que había frente a la cama y no le gustó lo que vio en él. Aparte de su camisa azul perfectamente abotonada, su piel morena y esos grandes ojos verdes, no veía nada más, ni un atisbo de la persona en quién siempre pensó que se convertiría. Tenía veintiocho años y aún no había logrado nada por sí mismo. Bueno, tenía algunos negocios en Nueva York, pero no eran algo que lo que se sintiera especialmente orgulloso. No eran su sueño. Habían sido, como siempre, lo que su padre había querido que hiciera.

Derek cerró los ojos y volvió a abrirlos de nuevo. El espejo le devolvía la imagen de una persona a la que no reconocía en absoluto. Por eso lo había decidido. Esta vez tenía que cambiar las cosas. Porque era demasiado tarde para quedarse, para hacerles comprender que todo lo que quería era una vida propia, sin espías y sin nadie que decidiera por él ni tomara las riendas de su destino. Tan solo quería VIVIR. ¿Era acaso eso pedir demasiado?

Derek se echó la mochila al hombro, sabiendo que en realidad había muchas más cosas que iba a necesitar y que solo echaría en falta cuando ya estuviera instalado.

Bajó al salón y encontró a su madre dormida en el cheslong de cuero blanco. No le extrañó demasiado la imagen pues sabía que hacía años que sus padres no compartían dormitorio.

Un sonido procedente del reloj de cuco de pared le indicó que eran las cinco y media. A esas horas, el “jefe”–como así llamaban a su padre– estaría ya camino de alguna de las oficinas que tenía repartidas por Belfast para empezar el día gestionando sus negocios. Sin embargo, nunca había sido bueno gestionando su vida personal y prueba de ello era su esposa, tan pequeña, tan frágil, tan triste. Derek miró con ternura a su madre y le besó en la frente como despedida. Era inimaginable lo que aquella hermosa mujer, ya ensombrecida por los años, había soportado. De ahí los surcos que cada día, impertinentes, se marcaban con fuerza en sus ojos negros.  

La miró con tristeza por última vez y comenzó a caminar de puntillas hacia el jardín, tratando de no despertarla. Mientras andaba, hizo un recuento mental de todo lo que le había llevado a tomar aquella decisión de marcharse a Londres. Sin embargo, no estaba seguro de que aquella fuese una elección acertada. Al fin y al cabo, dejar sus negocios y tratar de llevar una vida nueva en Nueva York ajena a su apellido, había sido un rotundo fracaso, como su padre bien le recordaba constantemente. ¿Por qué esta vez iba a resultar diferente? 

Abrió el amplio portón, salió al jardín y rodeó el edificio. Siempre era más seguro salir por la puerta de atrás. El sol aún estaba bajo, pero debía darse prisa antes de que alguien pudiera descubrirle.

Se acercó con sigilo a la esbelta verja y puso un pie sobre uno de los barrotes, cogiendo impulso para saltarla, pero cayó torpemente sobre el húmedo césped.

–Bien –dijo para sí mientras retiraba unas briznas de hierba de su ropa mojada–. Ha llegado el momento de utilizar la puerta.

Antes de abandonar por completo la enorme mansión, se giró y la contempló por última vez con una melancolía que hasta ahora nunca había experimentado. Las últimas horas allí habían sido un infierno y sabía que jamás podría borrar de su mente la imagen de su madre llorando y suplicando que no siguieran. Estaba todo perdido. Ese hombre nunca entraría en razón, por las buenas nunca le dejaría ser libre. Conocía a su padre. Jamás aceptaría que todo eso no era para él. Y él se negaba a aceptar su destino.

Home, sweet home –pensó con tristeza mientras miraba por última vez lo que había sido su vida hasta entonces. Lo que ya no sería. Se echó la mochila al hombro y comenzó su largo camino.

Mañana será otro díaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora